
Pasos huecos
en el salón, perdidos en unos límites que comprimían. Un espacio eterno que
nada llenaba ni consolaba; y, como caído del techo, oprimiendo los espacios más
recónditos del alma, un silencio envejecido esperaba respuesta a tanta
desconcertante inquietud. Los suspiros envestían al aire, ordenados como los
peldaños de una escalera que permitiera dejar atrás y borrar cuanto había
sucedido.
Dolía incluso respirar.
Juan, sin que aún palabra alguna apareciese en su boca, se había incorporado
despacio, mantenía los codos en sus rodillas y la barbilla acomodada en los
pulgares de sus manos abrazadas. En una de las esquinas, sin aparente atisbo de
reacción, las mujeres permanecían juntas, tratando de consolar su hiriente pena.
La luz ganaba
en intensidad con el paso casi quieto de los minutos eternos; el contacto físico,
también esporádicos abrazos, conseguían
mitigar los daños irreparables y trataban de consolar su vacío. Algunas de las
palabras de Jesús resonaban en sus corazones agitados, incluso se aferraban a
las más enigmáticas para levantar algo el ánimo caído.
De las
tinieblas de la noche, de su insoportable peso de torturas y sombras, brotaba
una tímida esperanza que acariciaba los adentros más íntimos. Era una luz aún
lejana, una luz que sentían brillar en algún sitio de ellos, muy dentro, pero a
la que aún, por alguna extraña razón, no acertaban a llegar. Una luz distinta,
una claridad diferente, aún distante, pero sintiéndola estar en algún espacio
insospechado de ellos. Una desconcertante luz cuya presencia lejana parecía
anuncio.

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