"Los dos jardineros". Decide en lo bueno; el éxito también mata.

“A un equipo, al equipo que lo inspiró, al mismo que lo sigue inspirando y no dejará de hacerlo cualesquiera que sean sus circunstancias. Nuestro EQUIPO”.

         Quizá fuese el mejor momento de la organización desde que existiera, o al menos desde que viviera una forzosa refundación, y quizá por eso –así lo creo ahora- fuera por lo que aquella mañana decidiera, después de mucho tiempo barruntándolo, cambiar el paso a su brillante equipo de trabajo. No había nada improvisado, aunque era evidente que estaba puesta toda su intuición en aquel momento.
          Marcaban las 9:15 en el reloj digital de la sala de reuniones cuando apareció por la doble puerta de madera que separaba su despacho de aquella verdadera “sala de máquinas” donde se fraguaban gran parte de las decisiones. Algunos aún permanecíamos en pie con la taza de café en la mano; otros entrando por la puerta opuesta, y los había que ya se encontraban sentados revisando informes de su departamento. Era un último viernes de mes, y como cada vez que el calendario nos lo traía, nos encerrábamos la mañana, dos descansos para estirar piernas y refrescar ideas y comida de equipo en torno a las 14 horas.
Nadie sospechaba que aquella rutinaria sesión de Equipo Directivo pudiera dar para tanto en tan poco. Y, sobre todo, que aún lo continúe dando. Lo único que se pareció a una de tantas de nuestras reuniones fue su medido y generoso “buenos días, señores”, con el que, esbozando una sincera y breve sonrisa, parecía convocar a la diosa concentración. Y entonces, desplazando una carpeta de informes y cifras, y apagando el proyector con el mando a distancia…

“Buenos días, señores… Todas las mañanas de cada día se preguntaban los dos jardineros de un viejo parque de la ciudad qué razón escondía ese árbol para que todos los niños buscaran su sombra para jugar habiendo tantos otros e incluso mejores; para que los padres, ya casi de manera instintiva, se arremolinaran en torno a él mientras sus enérgicas criaturas jugaran felices, habiendo otros árboles sin duda más robustos, más vistosos o incluso más esplendidos en la extensión de sus sombras.
El árbol crecía entre el jaleo y la agradecida muchedumbre. Pero no había mañana en la que uno y otro jardinero no discutieran sobre la conveniencia o no de podar sus hermosos y ya imponentes ramajes. Uno de ellos consideraba que era mejor mantenerlo como estaba, pues era evidente el éxito que en el parque tenía y la incertidumbre que podría generar cortar sus ramas. El otro, en cambio, era partidario de limpiarlo, pues consideraba que no había mejor forma de crecer que esa, con independencia de que gustara o no.
-¡Insensible! –insistía una y otra vez el primero- ¿no has reparado en la cara de esos niños cada vez que corren hacia él?, ¿en la confianza de esos padres que llegan a olvidarse de que está allí?, ¿No te has fijado el aumento de las ventas que el kiosko ha experimentado desde que lo trasladamos junto al árbol?...
- Puede que, visto así, lleves razón, pero no es menos cierto que somos responsables del mantenimiento de este parque, y no me negarás que, por muy bien que nos vaya, tenemos que decidir lo conveniente; no lo más agradable…
Uno de aquellos días, mientras se tomaban el descanso habitual de media mañana en la sala de mantenimiento, volvió la discusión. Y mientras andaban enfrascados y atrincherados en sus cerrados argumentos, se oyó un golpe amortiguado pero fuerte, al que le siguieron gritos de niños y, cuando se abalanzaron sobre la puerta, un sinfín de padres corriendo en diferentes direcciones y solicitando ayuda para rescatar a los niños atrapados”.


El silencio devolvía un eco sordo e intenso, sin que nadie se atreviera a atravesarlo con palabra alguna. Muchos reacomodamos nuestra espalda en los confortables sillones de la “sala de máquinas”, otros se inclinaron hacia delante apoyando sus antebrazos en la mesa de trabajo, pero -en seguida- todos captamos el órdago que la alta dirección del equipo nos planteaba como reto ineludible, inexcusable. Había que atravesar ese Rubicón cuando menos lo esperábamos pero cuando más necesario se hacía.
Tras un instante que pesó como pesan las mejores e inesperadas preguntas, pudimos debatir sobre la gestión del éxito, sobre la conveniencia o no de mantener estrategias; sobre la oportunidad de tomar decisiones en periodos de crecimiento para consolidarlo; pero, sobre todo, para anticiparnos, como equipo, a un precipicio que no avisa, ese que pone el vacío como suelo mientras miramos extasiados el brillo de las alturas, ese que ensordece nuestros sentidos mientras oímos complacientes el analgésico de los aplausos, ese vacío que, de no reparar en lo detalles, puede llevarnos a morir de éxito.

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