Una luz como presagio.


Trajo la mañana una limpia e invasiva claridad que descompuso el gesto inocente que se desprende de la primera mirada del día. Pocos consiguieron dormir si quiera un rato, pero, exhaustos por el dolor almacenado, terminaron por entregarse en los brazos de un cansancio abrasivo, vencidos por aquella amarga tristeza que despoblaba cada rincón del corazón hasta vaciarlo.
Pasos huecos en el salón, perdidos en unos límites que comprimían. Un espacio eterno que nada llenaba ni consolaba; y, como caído del techo, oprimiendo los espacios más recónditos del alma, un silencio envejecido esperaba respuesta a tanta desconcertante inquietud. Los suspiros envestían al aire, ordenados como los peldaños de una escalera que permitiera dejar atrás y borrar cuanto había sucedido.
Dolía incluso respirar. Juan, sin que aún palabra alguna apareciese en su boca, se había incorporado despacio, mantenía los codos en sus rodillas y la barbilla acomodada en los pulgares de sus manos abrazadas. En una de las esquinas, sin aparente atisbo de reacción, las mujeres permanecían juntas, tratando de consolar su hiriente pena.
La luz ganaba en intensidad con el paso casi quieto de los minutos eternos; el contacto físico, también esporádicos abrazos,  conseguían mitigar los daños irreparables y trataban de consolar su vacío. Algunas de las palabras de Jesús resonaban en sus corazones agitados, incluso se aferraban a las más enigmáticas para levantar algo el ánimo caído.
De las tinieblas de la noche, de su insoportable peso de torturas y sombras, brotaba una tímida esperanza que acariciaba los adentros más íntimos. Era una luz aún lejana, una luz que sentían brillar en algún sitio de ellos, muy dentro, pero a la que aún, por alguna extraña razón, no acertaban a llegar. Una luz distinta, una claridad diferente, aún distante, pero sintiéndola estar en algún espacio insospechado de ellos. Una desconcertante luz cuya presencia lejana parecía anuncio.
Toda espera impacienta y pesa dentro; toda incertidumbre desgasta; todo dolor desalienta y daña. Pero algo nos alienta a no desfallecer del todo; sentimos las señales que la vida ofrece encarnada; en definitiva, sentimos y queremos creer que es la luz que la mañana trae tan sólo presagio de otra que no se llevará ya ninguna oscura noche.

La cruz abandonada. (Noche de Viernes Santo)


La tempestad gruñó con virulenta expresión, dispersando de manera fulminante a los soldados y algunos curiosos que permanecían junto a las cruces. Al poco, la madre y los pocos amigos del nazareno desaparecieron monte abajo entre discretos lamentos y llantos desconsolados; las lágrimas se fundían con la persistente lluvia que asaetaba los rostros desencajados y vencidos. Empujados por el rugido impetuoso del viento y ese dolor que horada el alma hasta sentir como se despedaza, el grupo serpenteaba la falda de aquella funesta colina, sin acertar a sostenerse en pie. El cuerpo de Jesús iba envuelto en una sábana empapada.
El repiqueteo del agua era continuo y, en cuestión de pocos segundos, el cielo temblaba ante la grieta que cada rayo parecía abrir en su inmensa bóveda. La cruz desnuda se hundía entre la piedra y el barro. Alguno de los clavos que habían atravesado el cuerpo del maestro la escoltaba a escasos metros. Más lejana, acunada por las primeras sombras de la noche y refugiándose en su creciente oscuridad, yacía aquella ridícula corona de espinas.
La dentellada negra de la muerte dejó su señal más cruenta, su mordedura más inútil e injustificada. Sólo una cruz tirada, la cruz en absoluta y distante soledad; un viejo madero donde había sido traspasado el amor más profundo. La cruz, allí donde había sido clavada la dignidad serena y contundente, aquélla que no dio un paso atrás en el momento decisivo. Una cruz, el trono caído y abandonado del hombre que cautivó en los caminos y fue despreciado en la hora de la verdad.
¿Qué lejos ahora Galilea de los gentiles, la mágica atmósfera de su mar?, ¿qué lejana la mirada que desconcertó a aquellos rudos pescadores?, ¿dónde queda ahora -¡Jesús!- tu vida, tus proyectos y planes, tu rebosante ternura, el abrazo cálido de tu voz?, ¿quién recordará tus signos, tu inagotable sonrisa, el imprudente discurso que como azote lanzabas a los poderosos?, ¿adónde aquellas palabras revestidas con la secreta profundidad de un mundo fresco y nuevo?, ¿dónde tus visiones, tus reconfortantes promesas? ¿ahora qué -¡Jesús!-, después de tu muerte en la cruz?, ¿qué nos queda más que el silencio hiriente y el lamento de una muerte inútil, un sacrificio baldío?
La soledad de todos; la de quienes abrieron sus ojos ante tu imponente presencia; la de tu madre abatida y desconsolada. Por qué, Jesús, por qué… Hubo, hay y siempre habrá cruces en el mundo, donde no dejarán de clavarse injusticias… Huyen incluso las nubes. En la soledad de la cruz, cuesta tener fe, vivir y mantener esa esperanza cierta de que cada una de esas cruces, en su funesta realidad, tendrá siempre como respuesta tu hermosa historia de amor, la misma que cada día ya desclava tanta miseria crucificada.

El sufrimiento de Pedro. (Viernes Santo)


“El soportó el castigo que nos trae la paz”
Isaías 53, 5.

Las antorchas llameaban a merced del viento racheado, y el vaivén de luces y sombras que provocaban su movimiento endurecía el gesto de quienes las portaban con firmeza. Entrelazadas, sus manos habían sido fuertemente atadas, como si aquel séquito de guardias del sumo sacerdote y algún que otro fariseo esperara una violenta resistencia o temieran una huida implacable. Una suave expresión de resignación contorneaba el rostro fatigado de Jesús; permanecía inmóvil, pero erguido, con la templanza y la consistencia que sólo la dignidad puede dispensar a la persona aun en los peores momentos.
Instantes antes, todavía con sus ojos incendiados, Pedro ya había dejado caer la espada en el suelo, rendido ante la consideración del nazareno. Dimos entonces un paso atrás mientras giraba la comitiva para bajar sobre el barranco del Cedrón y dirigirse a la ciudad. El ruido de los pasos cautelosos que comenzaban a alejarse susurraba a la noche su trágico presagio. Guiados por el señuelo de las antorchas, Pedro y otro avanzaron temerosos, manteniendo una prudente distancia con los captores del maestro. 
Jerusalén entregaba a la noche su hermoso reposo, acurrucada en el regazo de su eterna temporalidad. Tras alcanzar la parte alta, se detuvieron ante la casa de Anás. Al instante entraron hasta el atrio, donde un grupo de personas se arremolinaba en torno a un fuego discreto con el que trataban de combatir la destemplanza. Arrastraron a Jesús más adentro. Fue allí donde una mujer fijó su atención en Pedro… ¿no eres tú también de los que van detrás del galileo?... el pescador frotó su nuca con la palma de su mano derecha… no, te equivocas… de pronto, al tiempo que la estancia interior despidió el sonido hiriente de una bofetada, se sintió incapaz de controlar el temblor de su cuerpo.
Otro de los que allí se concentraban, encogido por el frío, tampoco dejó de observarlo desde su llegada; una malévola y despiadada sonrisa se desprendía de la angulosa cara que aquella incipiente barba adornaba con despreocupación… ¿seguro que tú no eres uno de ellos?... Pedro, queriendo acabar con todo aquello de una vez, apretó los dientes y lanzó una mirada desafiante a aquel criado… ¿quién te lo ha dicho?, ¿acaso tú me viste con él?... La dirección de su gesto despectivo y cruel no parecía tener más destino que su propio corazón descarnado.
El sonido metálico que provocaba el roce de vainas, espadas y dagas invadió la escena. En ese momento, escoltado por aquella guardia, apareció bajo el dintel de la puerta Jesús, amarrado como un peligroso criminal. Antes de proseguir la marcha, una mano sujetó con fuerza el manto de Pedro… ¡Pues yo estoy seguro! ¡Te vi con el nazareno en el huerto de los olivos!... ¡¡Qué estás diciendo!! ¡¡No lo conozco!!... El grito hizo girar la cabeza de Jesús hasta encontrarse con la mirada atormentada de Pedro, que apenas pudo contener el llanto seco de su alma rasgada. Mientras tanto, un eco siniestro parecía traer del abismo el canto sordo de un gallo.
El viento de la madrugada agitaba las cortinas y hacía vibrar las lonas que cubrían algunos utensilios en una de las esquinas, fuera del pórtico; aquel viento, y sus afiladas garras de cristal, abrían una incurable herida. Arrastraban sin compasión a Jesús, que desaparecía en la cercana lejanía de aquel laberinto de calles.

Una mesa, una cena entre amigos... (Jueves Santo)


“…los amó hasta el extremo.”
Juan 13, 1.

El camino desde Betania fue agradable; una delicada brisa traía el olor fresco de aquella primavera aún agazapada y tímida. El sol agonizaba frente a nosotros, pero seguía empeñado en acariciar la parte alta de los muros del Templo cuando cruzábamos la muralla de la ciudad. Jerusalén hervía aquel primer día de los ázimos, en plena celebración del Pésaj. La animada conversación nos condujo hasta la casa que habían preparado Pedro y Juan por indicación del Maestro.
Entramos a una sencilla pero muy cálida estancia, donde varias antorchas iluminaban suficientemente la sala. Ascendimos una planta; en el rostro de todos se dibujaba la satisfacción de poder agradar y compartir con Jesús aquella Pascua. El intenso aroma de las hierbas en la mesa y el cordero preparado elevaron nuestros sentidos; el vino esperaba impaciente en su vasija aquel banquete entre buenos amigos.
Sin abandonar conversaciones de intermitente complicidad, cada uno fue sentándose hasta terminar recostándose en torno a aquella mesa. El nazareno, en cambio, apenas había pronunciado palabra alguna a lo largo del camino. No llegó a acomodarse del todo cuando, despojándose de sus vestidos para sentirse más cómodo, tomó una toalla entre sus finas manos.
Aquella iniciativa provocó que todos centráramos nuestra atención en aquel calculado gesto. Su mirada permanecía concentrada en el inesperado ceremonial. Sin abandonar toda la sutileza con que decoraba sus movimientos, y esbozando una leve sonrisa, echó un poco de agua en el viejo lebrillo que cogió de una esquina del salón. Entonces nos mirábamos entre atónitos y expectantes unos a otros, contagiando gestos de media sonrisa y algún brazo por encima de nuestros hombros.
Se acercó hasta el primero de nosotros, desató con habilidad sus sandalias y comenzó a lavar lentamente sus pies. Así a todos; hasta llegar a Pedro… ¿tú lavarme a mí los pies, Señor? Ni hablar… Jesús dejó que un breve silencio concitara nuestro corazón, levantó entonces su cabeza mientras también desataba las desgastadas sandalias de aquel pescador; lo miró con inolvidable dulzura… Claro, Pedro; lo que hago no lo entiendes ahora, pero llegarás a comprenderlo, ¿estás conmigo o no?...
El enérgico y temperamental galileo cerró sus ojos y apenas pudo contener un suspiro con el que pareció entregar sus adentros… Lava, Señor, no sólo mis pies; lava también mis manos, mi cabeza… Pedro era así; su rudeza podía arañar sin aparente contención, pero aquella nobleza sólo se encontraba en el alma de quienes no presentaban pliegues en su corazón abierto y dispuesto.
Ya todo parecía estar en armonía. Jesús tomó de nuevo su manto y avanzó hasta Juan para ocupar su lugar en la mesa… No todos estáis limpios, pero, ¿comprendéis lo que he hecho con vosotros? Hacedlo entonces también unos a otros, y así con todos… La profundidad de sus palabras se confundió con el deseo de probar el vino y compartir el pan y el cordero. Un halo de melancólica tristeza bañaba su mirada perdida cuando sus manos comenzaban a elevar el pan.

La decisión de Judas. (Miércoles Santo)


“Si el Señor DIos me ayuda, ¿quién puede condenarme?”
Isaías 50, 9.


Sus pasos eran decididos en medio de aquel río de gente que trataba de esquivar sin demasiado éxito. El tumulto, arremolinado en alguno de los numerosos puestos de intercambio, hacía casi irrespirable el aire de aquellas polvorientas calles. Pero, aún así, no acertaba a despegar la vista más allá del camino que se abría ante sus pies castigados. Quería pasar inadvertido, algo que en esos días no era difícil en Jerusalén.
Al fin llegó hasta la parte alta de la ciudad, en las proximidades del Templo. Tras haber anunciado tímidamente su llegada y después de una breve espera junto a la puerta, Judas fue invitado a pasar por uno de los criados del sumo sacerdote… espere aquí… acertó a escuchar de los labios de aquella figura que desapareció como devorado por la estancia siguiente. El silencio inundó de pronto el espacio, sólo interrumpido por el eco discreto de una conversación lejana.
Se notaba temblar en aquella vacía y, por un momento, eterna soledad; no alcanzaba a desprenderse de la tensión vivida en las últimas horas. Aquel desconcertante nazareno provocaba en él los sentimientos más encontrados, aquéllos que habían conseguido herir su espíritu rebelde, aquéllos que templaron el ardor de su corazón inquieto y controvertido. Sentía que pocos –quizá nadie- llegaron a tocar tan dentro de su alma como Jesús y, sin embargo, se sentía extrañamente decepcionado. Todo parecía ir por donde esperaba; entonces, ¿qué cambió?, ¿quién cambió…?
Un frío inexplicable recorrió su cuerpo de arriba a abajo. No cesaban de dar vueltas en su cabeza las numerosas experiencias que junto con el galileo compartió hasta su llegada a Jerusalén, ésas que su corazón ya guardaba tan dentro de sí que parecían formar parte inseparable de su propia persona desde siempre. Sin haberlo decidido, volvió también su mirada atrás; una centelleante luz solar enmarcaba la puerta por la que había entrado; y sólo entonces sintió algo de alivio. Dio un leve paso atrás sin ni siquiera girar su cuerpo, por un momento dudó…
Te esperábamos; estábamos convencidos de que vendrías… La voz de Caifás sonó tan rotunda que parecieron huir hasta las sombras del salón. Su contundencia delataba la firmeza con que la reciente reunión del Sanedrín había tratado el asunto de Jesús. La supuesta resurrección de Lázaro precipitó los movimientos del grupo de los saduceos, muy preocupados por la agitación que se respiraba en torno a ese tal Jesús.
Cierto desprecio asomaba en el rostro de Judas; apenas contuvo el aliento, trató de respirar hondo y fue entonces cuando miró con calculada frialdad a los pocos ancianos que se encontraban con el sumo sacerdote Caifás… ¿Qué estáis dispuestos a darme si os lo entrego?... Se cruzaron las miradas primero ellos, como confirmando el cumplimiento de los planes previstos; después, irguiendo su gesto, Caifás entrelazó ceremoniosamente sus manos… 30 monedas de plata; así será; calcula el momento y procura que sea lo más discreto posible…
El criado irrumpió inesperadamente en el salón, como devuelto de la nada. Con un sencillo ademán señaló a Judas la misma puerta por la que había entrado. El ruido de la gente, su alboroto sencillo y natural, pronto sumergió a Judas en la descontrolada realidad que como presagio pesaba en su alma.