Juan Bosco. El sueño que vive.

“- Ven, Juan, ven conmigo -repetía mi afligida madre.
- Si no viene papá no quiero ir -respondí yo.
- Pobre hijo -añadió mi madre-, ven conmigo, ya no tienes padre.”
Memorias Biográficas.

         1817. Sucedió en una de las innumerables colinas del Piamonte, allí donde los Alpes, desde su imponente y blanca majestuosidad, tratan de buscar acomodo en la Península Itálica. Una imagen difusa pero intensa permanecía alojada entre los destellos de su alma para siempre joven. Contaba entonces Juan con tan sólo dos años, quizá suficientes para evocar el primer recuerdo de su vida, la muerte prematura e inesperada de su padre en su brillante y arrolladora madurez…
Pero, salvo aquella emoción retenida, aquellas palabras serenas, nada se detuvo; todo siguió, y lo hizo con ese ordenado atropello de luz y color con el que los soñadores inundan los días. El beso de la vida no discrimina, sólo necesita del alma dispuesta. Y en Juan Bosco, sin duda, encontró una.
         Poco tan esclarecedor y de tan poderosa agitación para una vida, una sencilla e incluso apartada vida, como descubrir tu propósito, la idea que moviliza tus días, la convicción que señala el camino o el sentido que empujan tus pasos. Como cegadora identidad, encontramos en cada ser humano que sueña el germen de una existencia grande, la posibilidad de una vida plena. Así sucedió con “Don Bosco”, el amigo de los jóvenes.
Hay en el niño, en el aún jovencísimo Juan Bosco, a pesar de las circunstancias familiares adversas, o quizá precisamente por ellas, un ardiente deseo de descubrimiento de la realidad, una necesidad apasionada, casi impulsiva en su romántico empuje, por abrirse a un mundo duro pero, al mismo tiempo, maravilloso; un fervoroso aliento que se traducía en empeño por ocupar todo tiempo y todo espacio, de llenar cada estancia que a su frenético paso la vida abría. No era prisa, era intensidad vital.
Hay en la decisión de abandonar su casa, aún imberbe y con la generosa y providente ternura de su madre como impulso, una llamada interior que explotaba dentro de sí, como fuente desbordada. Hay en su celo por el trabajo y la formación un espíritu de superación sólo comprensible en quien como loco atiende sin desmayo a sus sueños. Pero hay también en su discreta templanza mucha fe, la certeza de quien se sabe abandonado en su propósito y en su camino. De ahí, entre otras razones, su felicidad contagiosa y su deslumbrante magnetismo con aquellos niños y jóvenes desprovistos de horizonte en el frío Turín azotado por la revolución industrial de mediados de siglo.
Y cada vez más fuerte parecía su corazón sensible, más convencido de su misión entre andamios que encumbraban la explotación de niños solitarios –muchos huérfanos-, de jóvenes envejecidos, vaciados de todo afecto y desprovistos de dignidad. Juan Bosco, el joven sacerdote, abre un surco en la tierra gastada, decide vivir en la grieta que otros pisoteaban o –en el mejor de los casos- ignoraban. Centenares de jóvenes surcaban las calles en busca algo que les sacara de la nada. Y allí estaba él, preocupado, atento, cariñoso, exigente, comprensivo. Para él, las circunstancias podían hacerlo más complejo, pero ningún sufrimiento era lo suficientemente fuerte, ninguna experiencia tan devastadora que pueda matar del todo la esperanza, que pueda mutilar la oportunidad que nos pertenece.

Si bien su rostro y su visión hoy en el mundo parece inconfundible, el legado educativo de Don Bosco no se agota en la familia salesiana, en sus proyectos educativos y formativos tan vinculados al mundo de la formación profesional. Su concepción preventiva de la educación, su lucha valiente por la dignidad, aquella indestructible confianza en las potencialidades de cada joven, su incondicional apuesta por lo que se consideraba ya perdido, reposaba y reposa en una de sus profundas convicciones,  “La educación es cosa del corazón.”
Pedro Enria, uno de aquellos muchachos pobres, huérfano en la epidemia de cólera de 1854, sintetiza en su testimonio lo que supuso Don Bosco para tantos de ellos como él. "Pasó por fin junto a mí y sentí que el corazón me latía con fuerza, no por temor, sino por el afecto que sentí hacia él (...) Él fue para mí un verdadero padre. Junto a él, éramos felices."

Diminutamente grandes... (Reflexión sobre Una hormiga en París).


“Yo prefiero pensar que el cambio está en nuestras manos y en la ilusión que tengamos. Si uno no cambia, el mundo no cambia.”
Marc Vidal.

        Aseveramos con demasiada frecuencia, hemos tomado el gusto a hacerlo pensando que así consolidamos nuestra posición de dominio o nuestra necesidad de influencia sobre los demás. Puede que proclamemos sentencias inamovibles más de lo que la realidad soporta y –por supuesto- más de lo que nos podemos permitir a la hora de afrontar nuestros impredecibles desafíos. Esto, o todo lo contrario; nos desentendemos del ahora de tal modo que bien pareciera que nuestra propia vida no fuera con nosotros. Con punzante serenidad lo expresa Bernardo Hernández en el prólogo de Una hormiga en París, “la vida es mucho más compleja que esa dualidad entre voluntaristas y deterministas.”
        Sea como fuere, el poder de los sueños, y cuanto provocan a su alrededor con ese inconfundible impacto con que afectan a la realidad, permanece proporcionalmente unido al deseo de materializarlos. En un mundo complejo en su ambivalencia, muchos nos demuestran que donde hay pasión hay sueños, donde hay sueños retos; y es precisamente de los retos desde donde surge la incontenible fuerza del emprendimiento y la innovación.
        Con un sugerente dominio de la fórmula divulgativa, y aupado por el fino pragmatismo de su narración, Marc Vidal invita a la superación de los propios miedos, de modo que pueda la persona encararse al freno que siempre ha supuesto el miedo al error, el pánico al fracaso. No se trata de ser más grande, quizá pueda tratarse de asomarse desde otra altura, desde esa ventana que presente la realidad como la excelente oportunidad en la que puede convertirse. Así visto, el error, después de todo, no es más que un dato que puedes utilizar en tu beneficio.
       Desde este enfoque, en el necesario análisis del entorno que toda acción emprendedora impone cobra especial relevancia el observador que somos, pero también el observador en el que decidimos convertirnos. El observador que provoca cambio –innovación- lo ha impulsado primero en sí mismo para poder impulsarlo posteriormente en la estructura. Se trata de la flexibilidad interna necesaria, lo que los expertos denominan neuroplasticidad, cuanto pro-mueve a la decisión de innovar sobre sí mimos para innovar en la estructura, en los proyectos, en el producto… Después de todo, como expone el autor, en esa paradójica diferencia entre lo que eres y lo que pareces, “la innovación sólo es innovación si el mercado la acepta”.
      En cualquier caso, cuando sientes que tu tiempo se entrega a algo más que un empleo, todo adquiere otra dimensión. Hacer posible tu propósito o advertir un sentido en tu acción, hace que toques esencia  y, por tanto, desprendas irremediablemente pasión. Es entonces cuando asoma el talento y transforma todo aquello que alcanza; cuando, por efecto contagio, suma otros talentos a la causa común del desarrollo; es entonces cuando se establece una conexión creativa y resplandeciente, que establece una red poderosa y expansiva: el volcán en erupción que es el talento corporativo.
      La innovación está en el alma de los proyectos que impactan; pero será el intraemprendimiento, los recursos planificados para reinventarse en una realidad discontinua y compleja, el que actualice posicionamiento y valor constante, aquél que estratégicamente logra la identificación tanto de sus agentes y como de sus destinatarios.
      En Una hormiga en París, Marc Vidal traza una clave esencial para reconocernos en medio del gran hormiguero que aturdido asiste a la explosión de la revolución tecnológica. Somos únicos precisamente porque somos parte de un inconmensurable todo. Como ya ocurriera en otros momentos de nuestra civilización, el ser humano que surja de esta eclosión será necesariamente distinto del que hoy conocemos, del que hoy se debate en esa incertidumbre propia de un cambio de paradigma evolutivo.
      Mientras tomamos conciencia, no viene mal detenerse para reemprender cualquier camino, también el tuyo. “Yo elegí hace mucho tiempo que mi trabajo sería mi pasión y si no se iluminaba el habitáculo donde yo trabajara en el preciso instante en el que yo entrara, dejaría de hacerlo.” Marc Vidal.

Yo sonrío, tú sonríes... Ellos sonríen.


La sonrisa es una verdadera fuerza vital,
la única capaz de mover lo inconmovible.”
Orison Swett Marden

          Tú, que has experimentado en tantas ocasiones su ternura espontánea; tú, que sabes de su contagioso susurro, de la cadencia de su movimiento interior que rebota en cada pared de tu cuerpo; tú, que incluso has vivido lo incontrolable de su desenfadado hechizo o que te has deslizado vertiginosamente por la catarata de alguna de sus carcajada. Tú, que alguna vez también la extrañaste por la razón que fuera, sabes de eso de la sonrisa, de su mágica sensación y su reconfortante presencia.
          Algunos estudios confirman que un niño sonríe una media de trescientas veces al día, mientras que un adulto lo hace una media de quince. En cualquiera de los casos, la sonrisa es una respuesta –si se permite- psicofisioneurológica de nuestro organismo. Se trata del gesto que mueve el mundo de dentro hacia fuera y de fuera hacia dentro, convirtiéndose en el espejo más poderoso que pudiéramos imaginar para el ser humano. La sonrisa es reacción, la sonrisa es estímulo, pero también -por qué no- puede ser decisión y, por repetición de ésta, hábito, el hábito con más poder de influencia que se concede el ser humano.
          Conocemos la base científica que sustancia y explica la sonrisa, las razones neurológicas que la provocan, así como la ingente cantidad de neurotransmisores que se activan y terminan por desencadenar toda la musculatura facial que nos envuelve y nos visibiliza. Podemos tropezar con innumerables estudios y artículos especializados que justifican convenientemente todos los efectos que una sonrisa provoca en la persona más allá del inmejorable adorno en el que se convierte para sí y para otros. Pero siempre creemos que hay más...
          Muy dentro, en algún lugar insospechado de lo que llamamos nuestros adentros, tenemos todos instaladas las alrededor de doscientas ochenta y cinco sonrisas que retenemos y encarcelamos cada día. Por la razón que sea, algunos de nosotros las tienen recluidas entre las rejas inmisericordes de la tristeza. Después de todo, liberar todas las sonrisas desesperanzadas que dentro deambulan es el trabajo más valioso en el que empeñarnos podemos. Esta misión posible y necesaria supone conectar íntimamente contigo.
          En esa certidumbre podemos decidir vivir de una vez. Se trata de tomar conciencia, de fijar en uno el centro de gravedad para ya no perder el tiempo en culpar al mundo de cuanto nos sucede. Y, además, por algo hay que empezar. Lo mejor que podemos hacer por nosotros mismos es incorporar la sonrisa como la prenda natural que combine con todo. Mira sonrisas, graba sonrisas, disfruta sonrisas, regala sonrisas; la expresión de esta emoción despide una cristalina belleza que trae la natural esencia de cuanto somos.
          El paso es sencillo pero de una rotunda transformación. Permitirse sonreír es el pequeño cambio que lo empieza a cambiar todo. Quienes sonríen, quienes ya incluso lo hacen inconscientemente, tienen en su sonrisa la firma indeleble de la felicidad; tienen dentro de sí esa inconfundible huella que la libertad a su paso deja.