Premios y reconocimientos en el Deporte Base.

“No juego para ganar balones de oro, juego para ser feliz”.
Andrés Iniesta
        Hace algunos días asistí al cierre de temporada de una Escuela Deportiva en la que, para clausurar la jornada festiva que lo celebraba, se hizo entrega de una medalla a todos y cada uno de los jóvenes deportistas que asistieron. Por otra parte, se premió con unos trofeos espectaculares a los futbolistas de cada equipo que más destacaron en diferentes facetas.
        El momento fue emocionante. Se trenzaron en aquel instante caras de auténtica satisfacción, decepción y algo de resignación en algunos. Muecas -unas y otras- que pronto se borraron en el rostro de la mayoría de los pequeños que se despedían de sus entrenadores o corrían hacia la piscina justo al término de aquella simpática “gala”. Bueno, a decir verdad, de casi todos. Alguno que otro seguía digiriendo el mal sabor de boca que le había provocado no ser reconocido por su entrenador con el premio del “compañerismo”, la “regularidad” o la “revelación”, entre otros. Y sí; se pasa mal por los chavales que eligen tomarlo de ese modo; y se trata de gestionar ese momento para que pueda convertirse en un aprendizaje no solo para el fútbol de hoy, sino para la vida de mañana.
        En cualquier caso, respeto a quienes creen con argumentos razonables  el hecho de que no conviene premiar ni mencionar a quienes destacan en alguna faceta del trabajo en equipo, de la naturaleza que fuere, sobre todo, cuando se trata de niños o adolescentes. Como quiera que se trata de exponer opinión y argumentos, y yo pienso que sí es bueno si se sabe gestionar, allá van estos.

        1. El PODER del CONCEPTO.
        Resulta fundamental elegir qué se premia. Definir claramente en qué consiste y cómo se consigue cada premio. De hecho, conviene presentarlo a principio de temporada, para que todos tengan las mismas oportunidades. Por ejemplo, premios al compañerismo o la regularidad resaltan valores; premios al máximo goleador o al portero menos goleado destacan el acierto o la habilidad/destreza.

        2. El VALOR del MÉRITO.
        Cuando decidimos premiar algo, tratamos de poner en el foco no solo en la persona que lo gana, sino -más bien- la actitud o los valores que lo llevaron a conseguirlo. Creer “de facto” en una sociedad meritocrática que reconoce las actitudes, conductas e iniciativas que provocan el desarrollo personal y promueven el espíritu de equipo tiene su consecuencias. Una de ellas es, sin duda, reconocer el esfuerzo de quienes luchan por ello, para que todos tengamos una referencia que nos ayude, mejor si esta se produce “entre iguales”.

        3. La RENUNCIA DE LA MEDIOCRIDAD.
        Todos tienen su premio, que es pertenecer a un equipo y poder desarrollarse como parte activa del mismo. Nadie se queda sin su reconocimiento, pero es necesario conceder el valor de la excelencia dentro del grupo; también de una excelencia que pueda estar al alcance de todos, para no caer en la trampa de pensar que, por muy divertido que te parezca lo que haces, no es necesario tu mejor esfuerzo para conseguir algo.


        4. La ALEGRÍA por el TRIUNFO del COMPAÑERO.
        Me parece muy sano aprender a alegrarse por el éxito de tu compañero, sobre todo si es de tu propio equipo y comparte tus objetivos. Cuando se hace desde edades más tempranas todo resulta más sencillo para la persona. A menudo entendemos que la competitividad es ser mejor que otro; la competitividad es ser mejor que tú. Precisamente ahí se produce la principal fuente de frustración de los deportistas que no aprendieron a gestionar sus emociones y el sentido de la mejora de su rendimiento y desarrollo personal dentro del equipo.

        5. La GESTIÓN de la “DERROTA”.
        La derrota forma parte de la vida, no solo del deporte. Cuando no cumplimos los objetivos, se nos distingue desde pequeños por el modo que tenemos de afrontar esta situación. Somos responsables; no culpables. Aprender a gestionar la frustración de la caída, aprender a levantarnos y aprender a ponernos de nuevo en marcha no debe suponer una situación vergonzosa ni debe dañar nuestra autoestima. Encontrarse con situaciones adversas o no deseadas no es malo; quedarse en la emoción de la ira y la sensación de frustración, sí.

        6. El ESPÍRITU de SACRIFICIO / La SUPERACIÓN PERSONAL.
        El joven deportista muy competitivo tiende a considerar injusta la situación y, a continuación, suele buscar aliados que lo rescaten de la sensación de frustración. La queja es una reacción orgánica natural, pero debe tener su momento; traspasado, lo único que hace es paralizar el desarrollo de la persona. Se puede buscar culpables de la situación o forjar un espíritu de sacrificio y lucha para volver a intentarlo con más fuerza si cabe. La adversidad o los objetivos no cumplidos son oportunidad.

       Para todo ello, el papel de los adultos resulta decisivo. Tanto entrenadores-educadores como padres desempeñan una función determinante en este sentido. ¿Cómo hacemos que vivan la frustración?, ¿desde qué claves los acompañamos?, ¿de qué buscamos protegerlos cuando no cumplen sus propias expectativas? Cuando se gana un premio, no gana solo la persona o el equipo; gana, sobre todo y para todos, los valores que se necesitaron para conseguirlo. Ese acento parece fundamental; no lo ocultemos del todo. No es lo que pasa, sino la lectura de lo que pasa lo  que es y será determinante

Iniesta y el balón de cuero.

“No juego para ganar balones de oro, juego para ser feliz”.
Andrés Iniesta
        Recibe el balón como quien acoge a la dama de sus sueños; porque presiente y prepara su llegada con exquisita delicadeza, porque lo hace en el mejor espacio posible y para provocar la mejor situación posible. Recibe el balón y todos intuyen qué puede hacer una vez lo envuelve, lo esconde y lo muestra para asestar el golpe necesario, a menudo decisivo, pero no siempre definitivo. Quizá porque prefiera compartir parte de la gloria y así otros puedan decir que dieron el golpe definitivo. Y, sin embargo, Andrés Iniesta no deja de sorprender a propios y extraños; de poner de acuerdo a todos  los especialistas y degustadores del deporte balompédico. Bueno, a todos menos a los que votan los premios que reconocen al mejor de cada año.
        Pero hay algo que puede resultar curioso¿Qué pondríamos en el foco mediático de fútbolandia si se encumbrara al mago de Fuentealbilla (Albacete) como mejor jugador del mundo? Sencillo. Se corre el peligro de que demasiados millones de niños no reconozcan al mejor solo por su talento aplicado al juego, algo para lo que Iniesta no creo que pierda del todo el duelo con los mejores. Se incurría en el error de valorar elementos como:

1.     COMPETENCIA.
Nadie puede ser reconocido como el mejor en lo suyo si no muestra un talento y una habilidad sobresalientes, dignas de la atención de quienes aman el juego, su finalidad y también su estética y su capacidad para generar emociones.

2.    HUMILDAD.
Se puede ser uno de los mejores, estar en uno de los mejores equipos del mundo y, a pesar de todo, ser un chico normal, que no necesita de la estridencia o una declaración gruesa para destacar; que no necesita acaparar protagonismo porque lo que le hace feliz es el juego no el tamaño de EGO.

3.    CONFIANZA.
En un deporte poblado por atletas, por auténticos portentos físicos, escrutados por el valor de su fibra y su disciplina posicional, comprobamos cómo un hombre de tez algo pálida, de escasa estatura y con apariencia endeble, se muestra capaz de dominar los conceptos de su deporte sin que ningún resultado mute la confianza y la serenidad que su rostro desprende. Quizá de lo que más disfrute sea del juego, algo que parece dar resultados.

4.     EQUILIBRIO.
Lo trae precisamente la confianza. Ni la euforia ni el estado depresivo se ha dibujado en su cara o se han asomado en alguna de sus declaraciones. Gana y pierde y es capaz de mantener su amor al juego y conceder valor al esfuerzo que la competición entre los mejores siempre exige con independencia del resultado. No mide su conducta; es así.

5.     GENEROSIDAD.
Mientras algunas de las estrellas o su abigarrado e interesado entorno buscan atraer el foco hacia sí, hay quienes, como Andrés Iniesta, tratan de integrar el valor de su aportación al cómputo del equipo, y conceden toda la importancia al grupo, sin que por ello este sienta que deba ningún peaje a su capitán. Trabaja por el espíritu de equipo. Cohesiona, aglutina, centra el ánimo, valora el esfuerzo.


        Después de todo, no parece que la felicidad futbolística de Iniesta pase por el reconocimiento de un balón de oro. No se trata ya de una necesidad del protagonista, sino de un acto de justicia con ese fútbol en su dimensión más completa y profunda, ese fútbol como fenómeno estético y ético. Un acto de valor para alguien que no lo necesita más que los millones de jóvenes que endiosan a sus deportistas; para alguien que cuando se ata las botas anuda algo más que el calzado con el que patea un balón; alguien que se ata con cordones de algodón la clase, la educación y la dignidad de un deporte maravilloso. Que no le concedan -si no quieren- un balón de oro, pero que no le quiten del pie el balón de cuero.