La tempestad
gruñó con virulenta expresión, dispersando de manera fulminante a los soldados
y algunos curiosos que permanecían junto a las cruces. Al poco, la madre y
los pocos amigos del nazareno desaparecieron monte abajo entre discretos
lamentos y llantos desconsolados; las lágrimas se fundían con la persistente
lluvia que asaetaba los rostros desencajados y vencidos. Empujados por el
rugido impetuoso del viento y ese dolor que horada el alma hasta sentir como se
despedaza, el grupo serpenteaba la falda de aquella funesta colina, sin acertar
a sostenerse en pie. El cuerpo de Jesús iba envuelto en una sábana empapada.
El repiqueteo
del agua era continuo y, en cuestión de pocos segundos, el cielo temblaba ante
la grieta que cada rayo parecía abrir en su inmensa bóveda. La cruz desnuda se
hundía entre la piedra y el barro. Alguno de los clavos que habían atravesado
el cuerpo del maestro la escoltaba a escasos metros. Más lejana, acunada por
las primeras sombras de la noche y refugiándose en su creciente oscuridad,
yacía aquella ridícula corona de espinas.

¿Qué lejos
ahora Galilea de los gentiles, la mágica atmósfera de su mar?, ¿qué lejana la
mirada que desconcertó a aquellos rudos pescadores?, ¿dónde queda ahora
-¡Jesús!- tu vida, tus proyectos y planes, tu rebosante ternura, el abrazo
cálido de tu voz?, ¿quién recordará tus signos, tu inagotable sonrisa, el imprudente
discurso que como azote lanzabas a los poderosos?, ¿adónde aquellas palabras
revestidas con la secreta profundidad de un mundo fresco y nuevo?, ¿dónde tus
visiones, tus reconfortantes promesas? ¿ahora qué -¡Jesús!-, después de tu
muerte en la cruz?, ¿qué nos queda más que el silencio hiriente y el lamento de
una muerte inútil, un sacrificio baldío?

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