“Y fue tanta la inmensidad de la mar, y tanto su fulgor, que el niño quedó mudo de hermosura. Y cuando por fin consiguió hablar, temblando, tartamudeando, pidió a su padre: "¡Ayúdame a mirar!”
Eduardo Galeano.
¿Cuánto
tiempo más estarás amarrado a puerto?... Al fin y al cabo, no puedes decidir el estado de la mar, pero sí el tipo de barco que la
surca. No puedes decidir sobre la intensidad del viento o el tamaño de la
tormenta; tampoco puedes elegir la luz del sol, la sombra gris de las nubes a
lo largo de la travesía o la presencia de las estrellas en la noche, pero no
todo acaba aquí; sí que puedes decidir
el modo de adentrarte en cada océano que te reta. Y entonces -sólo
entonces- algo nuevo y distinto está a punto de empezar. Sueltas amarras y
emprendes tu aventura más deseada. La tierra firme va quedando atrás y tu
corazón palpita entre la emoción y la incertidumbre, todo avanza, ¡vives!
De pronto te concedes el protagonismo que te
permitirá por fin ser tú; ese protagonismo que relega a la víctima que te
ha vivido hasta ahora y ha hecho que, de alguna manera, te hayas sentido seguro,
o al menos lo pareciera. Pero aquella necesidad de seguridad tuvo su momento e
incluso su enseñanza, la misma que ahora te ha impulsado a salir de ahí. Ya no quieres prolongar ni un instante más la
estancia que te mata en vida, aquélla que consiente que el tiempo apague tu
brillo, anestesie tu corazón y termine por devorar tu alma intrépida.
Ya has salido;
no hay vuelta atrás y en el horizonte se abrazan el cielo y el mar, fundiendo
sus contornos en un azul metálico, un azul inesperado y nuevo. Sientes la madera del timón entre tus manos,
te agarras a ella como quien se aferra a un poderoso hilo de vida que busca
escaparse. El viento agita bruscamente las velas y el aire que entre ellas
juguetea se pasea por cubierta hasta golpear tu rostro expectante y emocionado.
Ni una queja inútil más, ni un lamento
cobarde, ni una sola excusa. Tienes el rumbo y tienes la fuerza. Has decidido
convertir en aliados los elementos que cada instante te visiten; aunque en
ocasiones no lo sepas ver, ellos traerán aquello que para tu travesía necesites.
Todo sumará.
Y habrá puertos más allá de los mares que hoy
transitas, los habrá para que tu barco –si así lo deseas- en ellos atraque.
Vendrán como señales, como destino; vendrán como descanso, como prueba, como
enseñanza o tal vez como sencilla experiencia. Será entonces cuando desde
tierra divisen aquél que eres y te aproximas, aquél que con el viento viene
siendo el mismo y siendo también ya otro.
Después de
todo, entrelazada a su aparente fragilidad, puede que la incertidumbre cree los caminos más ciertos, los pasos más
firmes, quizá el rumbo necesario, forjando ese destino que sólo diseña el
corazón abierto. Poco se construye con tanta consistencia como aquello que
nace desde la conciencia de su vulnerabilidad.
Después de
todo, reafirmas que no está en nosotros la capacidad para decidir el estado de
la mar, pero sí qué barco ser en cualquiera de los escenarios. Después de todo,
puede que alguna tormenta lo devore, pero -siempre- sólo después de haber
experimentado el único aire que golpea tu rostro para susurrarte al son de las
olas: eres libre.