De la exploración de emociones y sentimientos.

“Todos somos extraños para nosotros mismos”.
Paul Auster, Diario de invierno.

Existe algo en la mirada interior de Auster en este relato autobiográfico que va más allá de su serena tristeza, su elegante grosería o esa metálica melancolía que desprende su literatura fluida y directa. No se trata únicamente de un mundo que se expresa caprichoso e inestable, un mundo que abruma a la conciencia humana hasta negarle todo atisbo o mueca de felicidad. Hay, pertrechada en sus grisáceos renglones, una delicada pero desgarradora nostalgia que horada las paredes de la interioridad con la desencantada libertad de quien se sabe vivido aún en vida. Es, sin duda, el precio de un vitalismo sin más horizonte que lo tangible.
Quien decide emprender un rastreo del alma humana capaz de rescatar lo insondable requiere de una fortaleza de considerables proporciones. No parece siempre sencillo revivir aquellas emociones fundidas en la interioridad más cavernosa y recóndita de cada uno, el lugar en el que permanecen afilados los sentimientos que dolieron en su momento, que arrugaron de alguna manera el alma cándida y limpia a la que buscamos regresar de múltiples y no siempre conscientes pasos, ésa que éramos y nos hará feliz.
Ahí es valioso Auster, en el retrato de ese estado desmoronado e insatisfecho, casi febril, en el que deambula el corazón humano en busca de su identidad y plenitud, sin admitir la derrota ni la tiranía de las circunstancias adversas o sencillamente contrarias. Es precisamente en ese estado, y desde él, desde donde debe surgir la silenciosa pero intensa revolución personal que origina lo que en esencia deseamos y anhelamos ser.
Acontece, por tanto, ese estremecimiento que zarandea toda estructura personal, provocando incluso cierta conmoción vital que angustia. Experimentamos la debilidad y la fragilidad humana, la inconsistencia personal; te sientes vulnerable y es entonces cuando empiezas a comprobar que es ahí donde surge el temperamento, se forja la fortaleza humana, emerge ese espíritu inquieto, consciente de los límites, pero convencido de la riqueza de la vida. Una vez más, la actitud marca la diferencia y orienta la perspectiva, una actitud decidida en gran medida por la libertad del individuo.
Terminamos por aceptar todo lo que llevamos en nuestro interior para ser nosotros mismos de una forma más libre. Integramos vivencias, experiencias, circunstancias que, en su mayor parte, escapan de nuestro control, pero que –eso sí- son barnizadas con el pincel de los valores y las creencias propias. No nos podemos permitir vivir en la infundada esperanza de que parte de todo lo malo que pasa en el mundo no me toque a mí. Lo cierto es que tengo serias opciones de vivir contratiempos y adversidades, por lo que parece más conveniente comenzar a construir una mentalidad fuerte pero flexible, consistente pero sensible.
El pesimismo no deja de ser la justificación de los conformistas, la excusa de quien ya lo intentó alguna vez. Conscientes de la dificultad, no dejamos de intentar marcar el rumbo en el mar a veces inestable y caprichoso.

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