“El soportó el castigo que nos trae la paz”
Isaías 53, 5.
Las antorchas
llameaban a merced del viento racheado, y el vaivén de luces y sombras que
provocaban su movimiento endurecía el gesto de quienes las portaban con
firmeza. Entrelazadas, sus manos habían sido fuertemente atadas, como si aquel
séquito de guardias del sumo sacerdote y algún que otro fariseo esperara una violenta
resistencia o temieran una huida implacable. Una suave expresión de resignación
contorneaba el rostro fatigado de Jesús; permanecía inmóvil, pero erguido, con
la templanza y la consistencia que sólo la dignidad puede dispensar a la
persona aun en los peores momentos.
Instantes antes,
todavía con sus ojos incendiados, Pedro ya había dejado caer la espada en el
suelo, rendido ante la consideración del nazareno. Dimos entonces un paso atrás
mientras giraba la comitiva para bajar sobre el barranco del Cedrón y dirigirse
a la ciudad. El ruido de los pasos cautelosos que comenzaban a alejarse susurraba
a la noche su trágico presagio. Guiados por el señuelo de las antorchas, Pedro
y otro avanzaron temerosos, manteniendo una prudente distancia con los captores
del maestro.
Jerusalén entregaba
a la noche su hermoso reposo, acurrucada en el regazo de su eterna temporalidad.
Tras alcanzar la parte alta, se detuvieron ante la casa de Anás. Al instante
entraron hasta el atrio, donde un grupo de personas se arremolinaba en torno a
un fuego discreto con el que trataban de combatir la destemplanza. Arrastraron a
Jesús más adentro. Fue allí donde una mujer fijó su atención en Pedro… ¿no eres tú también de los que van detrás
del galileo?... el pescador frotó su nuca con la palma de su mano derecha… no, te equivocas… de pronto, al tiempo
que la estancia interior despidió el sonido hiriente de una bofetada, se sintió
incapaz de controlar el temblor de su cuerpo.
Otro de los
que allí se concentraban, encogido por el frío, tampoco dejó de observarlo
desde su llegada; una malévola y despiadada sonrisa se desprendía de la
angulosa cara que aquella incipiente barba adornaba con despreocupación… ¿seguro que tú no eres uno de ellos?... Pedro,
queriendo acabar con todo aquello de una vez, apretó los dientes y lanzó una
mirada desafiante a aquel criado… ¿quién
te lo ha dicho?, ¿acaso tú me viste con él?... La dirección de su gesto
despectivo y cruel no parecía tener más destino que su propio corazón
descarnado.
El sonido
metálico que provocaba el roce de vainas, espadas y dagas invadió la escena. En
ese momento, escoltado por aquella guardia, apareció bajo el dintel de la
puerta Jesús, amarrado como un peligroso criminal. Antes de proseguir la
marcha, una mano sujetó con fuerza el manto de Pedro… ¡Pues yo estoy seguro! ¡Te vi con el nazareno en
el huerto de los olivos!... ¡¡Qué estás diciendo!! ¡¡No lo conozco!!... El
grito hizo girar la cabeza de Jesús hasta encontrarse con la mirada atormentada
de Pedro, que apenas pudo contener el llanto seco de su alma rasgada. Mientras
tanto, un eco siniestro parecía traer del abismo el canto sordo de un gallo.
El viento de
la madrugada agitaba las cortinas y hacía vibrar las lonas que cubrían algunos
utensilios en una de las esquinas, fuera del pórtico; aquel viento, y sus
afiladas garras de cristal, abrían una incurable herida. Arrastraban sin compasión
a Jesús, que desaparecía en la cercana lejanía de aquel laberinto de calles.
No hay comentarios:
Publicar un comentario