Pasó la noche, amor. (Presentación de la novela de José M. Núñez)

Entre las páginas heladas y a un tiempo ardientes de El hombre en busca de sentido, Victor Frankl escribe como sin conceder importancia al mensaje: “La vida cuyo sentido último dependa del azar o de la casualidad para mantenerse viva seguramente no merece la pena ser vivida”. Acaso solo una hermosa y acertada sentencia si no estuviera forjada por ese hierro fundido con que se sellan las horas del ser humano en un campo de concentración.
¿Qué cabe esperar del destino cuando te sientes devorar inexorablemente por él?, ¿cuál es la esperanza que queda ante la ausencia de reglas a las que atenerse para continuar con vida?, ¿Qué te pertenece, al final, de ti, tan tuyo en esencia, que nada ni nadie pueda arrebatar ni siquiera con esa caricia fría con que las sombras acechantes anteceden a la muerte?
Al fin y al cabo, en medio del pánico en el que se siente zozobrar el ser humano, puede que el verdadero drama de la existencia sea precisamente ese: carecer de sentido, del propósito que este dispensa y la acción a la que empuja y compromete.
Nos sumergimos en una novela histórica generosa con el lector, rebosante de vida, sin reparos en entregar en cada renglón el alma de las palabras; palabras que van cosiendo cada historia con puntadas de pasión y pinchazos de descarnada ternura; una novela de José Miguel Núñez limpia en su propuesta literaria y liberada de todo prejuicio que terminara por arrinconarla en la realidad monocorde de los estereotipos.
En Pasó la noche, amor, aunque atrapa el contexto, ese modo tan singular que el autor tiene de acercarse a un tiempo y un espacio tan inhóspito y desagradecido, conquista y rinde definitivamente al lector la fuerza de su historia, la explosión de unos personajes rotundos, abiertos en canal a la grandeza pero también –precisamente por esa apuesta- a la miseria de la vida, a la contundencia –siempre imprevisible- de la existencia desnuda. Te ata desde el principio su vitalismo cercano y entrañable, sin estridencias ni brindis alguno a la afectación desmesurada.
Se trata de una novela en la que se cuida con suma delicadeza el hilo de sus historias entrelazadas, dos tiempos distintos que juegan a anudarse dentro de un único espacio posible que como escenario total se nos entrega, el escenario más apasionante posible, inmenso y pequeño: no es otro escenario que el alma humana, la entraña, su urdimbre frágil y robusta a un tiempo; el alma humana despojada de todo ropaje que confundir pudiera sus adentros.
Y la vida, esbelta en su desnudez, mágica en su espontáneo y sincero derroche de gestos; la vida, tanta vida agarrada a la tierra que nos sostiene...
Al fin y al cabo, vida en la literatura y literatura en la vida, el diálogo eterno de este arte noble y caprichoso de escribir al que magistralmente juega José Miguel en su novela.
Creo adivinar que el propio autor se ha enamorado del género, no hay más que leerlo y comprobar cómo consiente y hasta bendice, en rendida complicidad, el coqueteo de la realidad y la ficción… Bueno, yo me atrevería a decir que hace que se fundan realidad y ficción hasta provocar que una y otra por fin se entreguen con pasión en ese baile inagotable de pesadillas y sueños que solo este género te permite como licencia creativa.
José Miguel -afortunadamente- no puede esconder ni reprimir su llama poética; ese arrebatado impulso lírico que desprende el aroma de sus adjetivos al contactar con la piel de los nombres, de los nombres que hacen posible y custodian la vida de los seres, de las emociones, de las cosas…
Por momentos, alcanza a oler su estilo sensorial y preciso a alta literatura, algo que demuestra la naturalidad con que el autor se relaciona con el lenguaje místico. Precisamente esta virtud es la que, sin duda, le permite desarrollar esa capacidad tan personal, tan genuina para rastrear el alma humana, ese hermoso y preciado don para adentrarse en los pliegues y espacios más recónditos de sus personajes, allí donde solo se encuentran los triunfos y las derrotas más íntimas, oquedades y anhelos; allí donde permanecen aquellos sedimentos del alma incluso inaccesibles para la propia conciencia de los personajes creados, acaso solo disposición del narrador omnisciente y el afortunado lector.
Tiene el mérito de elevar de pronto el tono, de subir a la cima expresiva, de hoyar una de las cumbres en la cordillera de la novela y, tan pronto como alcanza ese clímax literario, mostrarse capaz de rebajarlo en función de los tiempos, los personajes, las escenas… hasta el punto de orillar en un estilo más abrupto, directo, severo, propio de un cambio de registro narrativo dentro de la misma obra. Estilos en el estilo, novelas en la novela. Postura moderna bien ensamblada y acertadamente dispuesta. Una suerte de transiciones narrativas compleja de la que el autor no solo sale airoso, sino en la que incluso se recrea haciéndonos disfrutar.
Descripciones medidas pero generosas, en las que, en una sintaxis casi simétrica en sus proporciones, pasean luminosos sintagmas y evocadoras metáforas. En definitiva, múltiples combinaciones de términos que tienen la fuerza que solo pueden darse las palabras que se prestan esencias, palabras que se entregan en cuerpo y alma tan solo al intuirse, al rozarse en el papel.
Hay dominio de la técnica de la conversación, espontaneidad en los diálogos que hace que se conviertan en verdaderas arterias de la novela. Hay lucidez conceptual y seguridad en el lenguaje. Nada, por tanto, está forzado ni escaso. El autor de Pasó la noche, amor aprovecha todas las posibilidades que el género dispensa y nos regala un estilo fresco, matizado, amable en su justa y discreta abundancia.
Fluye la palabra en boca de los personajes de tal manera que los percibimos llenos de vida, de expresión, abrazados a sus perfiles sinuosos, aferrados a sus matices, desde los que nos donan todo lo que son, todo lo consentimos que sean y –por qué no, aceptemos el rapto de la literatura-, todo lo que ellos, en ese despliegue abundante de sus almas intrépidas y palpitantes, llegarán a ser en nosotros.
Pasó la noche, amor se balancea entre el impulso muy bien medido de dos tiempos y los empujones de una realidad y una ficción que sortean todo tipo de pruebas para convertirse en una verdad toda, incontrovertida, donde la verosimilitud desprende el aroma de lo cierto. La realidad como esa verdad histórica, encajada, sometida al dictamen de lo probado; y la ficción como esa verdad que emerge de los anhelos y construye nuestra mente, nuestro corazón; la ficción como esa verdad no acontecida fuera, pero rescatada del más hondo tejido humano, en ese lugar recóndito donde se producen los estallidos del ser. Si no es cierta esa verdad tan íntima, por no estar fuera, ni probada, ¡qué mentira tan verdadera nos navega dentro a cada uno de los que somos!
Pues sí; la ficción es verdad, tan sólo una verdad en otro estado. Quién podría negar la verdad de la ficción, o la verdad que de entre sus brazos de cristal nos rescata el escritor ávido y apasionado. Quién podría entonces negar la verdad que se adentra en el mapa emocional de la persona y, si no acontecida fuera, en el mundo de los hechos, sí vivenciada dentro, en el universo de las emociones.
Trae ficción, José Miguel, como quien sueña la verdad completa de las cosas y la esculpe con pensamientos frescos y palabras hondas. ¿Qué verdad trae la ficción que no se deja someter…? Ficción y realidad, tan verdad ambas como verdadera es la niebla que oculta las cosas; como verdadera es la incertidumbre que va tejiendo libre sus miedos al no verlas; como verdaderos son los presentimientos que acunan la sospecha y el frío; como verdaderas son las sombras que aciertan a distinguirse al comenzar a levantarse; tan verdadero, en definitiva, como todo lo que dentro de nosotros surge por cuanto existe y aún no vemos.
Nos deslizamos por una historia que encandilará al lector por la rotundidad de sus imágenes, el poder evocador de su lenguaje, el modo de disponer en el relato las historias, los momentos, el amor, el odio, la culpa, la pasión, el abatimiento, la esperanza, el perdón, la impotencia, la miseria, la coherencia…, todos ellos rasgos que trazan el escarpado contorno de la fragilidad y la inconsistencia humana en medio de un mundo tan vibrante como desconcertado.
         Es una novela muy de autor porque arrastra hasta la orilla de sus renglones al inquieto profesor de filosofía; porque interpela al teólogo que cuida y alimenta su fe; porque, después de todo, acude a ella el hombre apasionado en busca de lo que todos, en algún momento, buscamos: sentido.
         Precisamente en la búsqueda de sentido cobran vida y fuerza los protagonistas de la novela, que desfilan en mundos sin oxígeno, engullidos bien por la espiral del odio y la sinrazón –como es el caso de Bartolomé en un tiempo-, bien por el vértigo de las decisiones y por el hastío en ocasiones febril que provoca la culpa, como ocurre con Carmen en el otro tiempo. Una primera historia ascendente y desafiante; y una segunda, descendente y claudicante. En cualquier caso, dos historias que juegan a anudarse y comparten esa búsqueda de sentido en medio del sinsentido.
         Advertía el recordado Octavio Paz que “las masas humanas más peligrosas son aquellas en cuyas venas ha sido inyectado el veneno del miedo”. Y así podemos atestiguarlo a lo largo de la obra. Si ha habido quien tuvo la firme voluntad, la decisión libre de enterrar su rencor antes que incluso su propio cuerpo, ¿quiénes somos y seremos nosotros para elegir odiar; quiénes para, aunque sea incluso por puro instinto de supervivencia emocional, masacrar otra vez al alma humana que tirita a la intemperie víctima de un mundo a menudo quebrantado?
Por encima del trazo cuidadosamente esbozado, perfilado con maestría por el cincel de las palabras exactas, hallamos en el testimonio vital de Bartolomé Blanco claves, actitudes, gestos, palabras que, ante la ausencia de una explicación, regalan sentido como quien regala melodías para llenar el silencio atronador de la barbarie y la nada. No cautiva la canción por su duración, sino por su intensidad, por la cadencia de esa inconfundible melodía que alguien apasionado comenzara tímidamente a entonar y que ya nada ni nadie pueden acallar.
Ni el aguijón metálico de unas balas en la noche, ni el grito sordo y agónico de la última y acechante oscuridad, podrán hacer estallar las costuras del espíritu indómito. Podrán romper el cuerpo, pero no la historia. Podrán desgarrar los corazones amantes, pero no la huella de la más pura ternura; podrán cuartear las emociones entregadas a otras vidas, podrán segar las propias vidas que respiran ese aire insuficiente en el que habitan, pero no podrán eliminar el aire que limpiaron y perfumaron con su entrega, con su pasión y hasta con su propio tormento.
En Bartolomé se recrea el valor de la integridad; la coherencia se encarna en su compromiso social. Contemplamos una personalidad limpia, rica, dinámica, sin fisuras; una extroversión impecable en las formas y también en el fondo. Ni muros ni paredes jalonan su alma rotunda, abierta, expuesta. Una personalidad que terminará por demostrar que todo destino se elige, porque lo hacemos cada instante, cada hora, cada día… que el destino no es más que tu propósito, tu actitud, la alineación con tus propios valores; y que seremos lo que hoy plantamos, con nosotros o sin nosotros aquí.
El protagonista de Pasó la noche, amor se adentra en el mismo ojo del huracán de un tiempo socialmente convulso, una política deshumanizada, y una mentalidad dilemática que termina por polarizar las posturas, alejar más aún los extremos, y arrastrar a las personas al abismo inmisericorde del recelo, justo allí donde supura la herida abierta y se desbocan resentimientos y prejuicios; justo allí donde se muestra más descarnado el problema de la absolutización de la ideología y el daño que esta puede infligir en el corazón humano.
Dónde están entonces los vencedores; dónde los vencidos cuando el tiempo asienta la polvareda del conflicto vergonzante; cuando permite ver con mínima nitidez la realidad, y puede comprobarse ese campo de batalla en que se convierte la historia con otro episodio de horror y destrucción que aniquila almas y extermina a hermanos. De nuevo Caín y Abel, Abel y Caín aferrados a la piedra que un Sísifo exhausto se empeña torpemente en encumbrar.
Traza José Miguel con mimo el contorno de una sociedad confundida, errante, aturdida, sorda y vociferante a la vez. Una sociedad plural que a menudo confunde la cohesión con la uniformidad. Y lo hace aprovechando la expresión contundente del humilde sillero, del sindicalista católico que devora el camino con sus pasos decididos en pro de la justicia; lo hace –cómo evitarlo- sumergiéndose la explosión de vida que hay en Bartolomé, ese humanismo cristiano que lo moviliza y compromete. Hay tanta hondura en el personaje, en el hombre claro, sereno y activo, soñador; ese mismo que firme camina con los pies en la tierra y el corazón en las estrellas… El hombre que cree, que tiene propósito y tiene esperanza; que ha interiorizado el valor del asociacionismo y su insustituible función de integración social. El cristiano que se indigna por las atrocidades y los abusos, con los postulados contaminados y las intenciones perversas. El sindicalista católico inteligente, astuto, que se sitúa por encima del tactismo partidista que hizo que la política se olvidara de lo fundamental, el bien común; que no consiente que ningún partido patrimonialice el mensaje cristiano, ni tampoco que el sindicato católico se ideologice y alinee políticamente. Y todo ello sin más armas que la fuerza de los argumentos, el peso y el poder de la palabra llena, la consistencia que el sentido común impone en los labios rebosantes del ser humano que vive íntegro.
No abandonemos a su suerte al resto de personajes que hacen robusta a la novela. Hay en sus conflictos internos, en sus luchas emocionales, en sus cuentas pendientes con ellos, una implosión que hace vibrar su interioridad más íntima y acaso oculta. Asoma en ese trabajo de escultura literaria que aborda el autor con sus personajes –reales y ficticios- el eco incendiario del realismo ruso, esa virtuosa cualidad de horadar las paredes del alma humana para contemplar y hacer contemplar al lector los mismísimos pliegues en los que se atrinchera, no siempre manera consciente, la persona que somos. Hay literatura en mayúscula…, hay ficción en los personajes reales y realidad en los personajes ficticios, y a pesar de todo -o por eso precisamente-, verdad en todo ello.
Hay heridas, heridas muy dentro; y hay cicatrices que tapan alguna de esas heridas; pero no su huella, grabada con tinta indeleble en el mapa emocional de sus historias tan distintas y tan semejantes, tan distantes en el tiempo y tan cercanas y próximas en el alma de los personajes. Qué sucede cuando todo se trunca, cuando se aviene lo inevitable, cuando el tren de la vida descarrila sin llegar a todas las estaciones del viaje, cuándo sentimos cómo el golpe seco del vacío llega hasta lo más íntimo…
En escenarios personales diferentes, comparten todos los personajes la inflexión de sus pequeñas o grandes tragedias; el sorbo amargo de la copa que sin contemplaciones le acerca el mundo; el mordisco rabioso con que les desnuda a dentelladas la realidad. Como percepción y emoción humana, toda tragedia lleva impresa en su inexplicable realidad la textura desgarrada y porosa del dolor. Su descarnado gesto, su despiadada sentencia, desangra y exprime el corazón de quienes no tienen más remedio que mirarla a la cara.
Y ante lo trágico, la inconsistencia de la palabra humana, las promesas que se elevan inciertas, discontinuas, difusas… Ante tanta incertidumbre, poco más que la posibilidad cierta y robusta de la fe sin límites. Ante la ceguera y el despropósito, la posibilidad de encontrar un sentido último a tantos pasos rotos que terminan en el paredón donde acribillan los sueños. La fe para que, más allá de ese escenario agónico en el que zozobra el ser, aviste el corazón empapado de anhelos el mundo que esperamos.
No hay victoria, tampoco derrota. Quizá la novela nos muestre que el verdadero fracaso es no disponer de un sentido que abrace nuestro propósito y cosa nuestros pasos a la tierra que pisamos. Quizá, Pasó la noche, amor, pretenda agarrada a sus personajes realzar el valor, la valentía de quienes, revestidos de tan humana dignidad, deciden caminar o detenerse con la herida abierta y no sucumbir –por ello- en el cenagal del odio, atrincherarse en las oquedades del miedo o entregarse a los dictados llameantes y abrasivos del rencor.
Caminar sin reparar en el daño, en las consecuencias que lo inhóspito o trágico del camino deparar pudiera; caminar hacia la luz que no ves, pero presientes y te agita por dentro hasta mirar cara a cara al miedo, a la nada que hace tiritar el alma y busca desnudar la esperanza. Y, de pronto, escuchas dentro de ti, como rompiendo la noche, una voz queda, entera, solemne, amplia: “NO TENGAS MIEDO, DIOS TE SOSTIENE”. Silencio atronador, recogimiento…; es el amor fundante que se abre paso como luz en la oscuridad. Tampoco en la desesperación… El amor nunca llega tarde.
Después de todo, y en espera de que se rompa la noche y despunte definitivamente el alba; de que se disipen las sombras de la oscuridad, nos cabe al menos la certeza -como afirma Víctor Frankl- de que “ni siquiera la libertad es la última palabra; es –tan solo- una parte de la historia y la mitad de la verdad”.

En Pasó la noche, amor hay una última palabra que se entrega a las garras de la noche oscura para conquistar la propia existencia; una última palabra antes de la paz y la libertad que nos esperan al cruzar el descampado de las sombras; una última palabra que alimenta nuestra voluntad. Una última palabra al pasar la noche: AMOR.

Si hay pulso, hay vida. Si hay vida, hay llama.

“Nunca es demasiado tarde para ser la persona que podrías haber sido”.
George Eliot.

         Es posible que te encuentres atravesando un momento delicado; de algún modo, todos lo vivimos. También es posible que lo hayas pasado y conserves su huella en forma de cicatriz mental o emocional. Cabe la posibilidad de que todo hasta ahora haya sido plácido en tu vida. Sí, es posible. Pero, de ser así, no te extrañes si de pronto cambia el viento, viene el rostro adverso de los días y, por alguna razón que incluso en este punto desconoces, pretende quedarse. No importa, lo mejor de cada desierto es la fortaleza con que su experiencia condecora tu alma.
En cualquier caso, a pesar de que ciertas sombras traten de cernirse sobre nuestros pasos, se puede vivir en la certeza de que nada de lo que en esencia somos se apaga del todo. Se puede vivir con la seguridad de que parte de lo que en esencia somos, y que aún no hemos desarrollado, terminemos por descubrirlo de una vez y lleguemos a vivirlo, a compartirlo, y, por supuesto, a disfrutarlo. Así es el ser humano en su sencilla pero maravillosa complejidad.
         Buena parte de nuestro crecimiento y desarrollo personal pasa por mirarse dentro, asombrarse de ese espacio tan singular y entenderse con la propia interioridad; por trabajarse esa estructura personal que nos sostendrá y también nos impulsará. Buena parte de esa oportunidad para impulsarse pasa por no tener miedo y emprender definitivamente la aventura de adentrarse y conocerse; pasa por respirar profundo y reconocerse en la profundidad del ser que eres, quieto y dispuesto al mismo tiempo.
Y entonces… ¡estallas!, tienes la sensación que solo vives para expresar y compartir tu persona, radiante y vulnerable a la vez. Y entonces, la inspiración te envuelve porque vives en y desde la experiencia de encontrarte, de descubrirte, de comprenderte. Entonces vives en la continua necesidad de alinearte con el ser humano que en esencia eres. Y para entonces, el talento se convierte en expresión natural y limpia de tu don; y la creatividad, en el torrente incontenible que canaliza esa energía que va de dentro hacia fuera como una fuerza centrífuga vital realmente mágica.
Si hay pulso, hay vida; si hay vida, hay llama, por muy inconsistente que podamos sentirla en esos desconcertantes instantes de zozobra vital. No muere la esencia mientras tu corazón lata; está presente en tus latidos de cristal que parecen quebrarse entre el ruido caótico de los días inconexos, desapasionados. Pero no muere la esencia porque avivar el fuego del ser depende de nosotros. Se trata primero de una decisión, de resistir el ciclo caprichoso de las emociones; de querer después esa luz que eres y provocar así las condiciones que la impulsen. Nadie es tan débil como para no encontrar la fuerza que tiene dentro.

Al fin y al cabo, la prueba de haberte encontrado parece bastante sencilla. Sabrás si has llegado de un modo precioso y verdaderamente valioso. El viaje al centro de tu corazón te empujará irremediablemente a salir, a emprender ese camino de vuelta que, después de todo, solo encuentra en el otro la posibilidad anhelante de completarse. La esencia humana es, en definitiva, vivir la experiencia de encontrarse, conocerse y comunicarse abiertamente…, trascender.

El liderazgo tóxico.

“El pesimista se queja del viento.
El optimista espera que cambie. El líder arregla las velas.”
John Maxwell

El éxito de la alta dirección y los directivos en las organizaciones no va siempre asociado a la perfección personal, entre otras razones porque, sencillamente, no existe. De hecho, quienes la proyectan tienen luego dos opciones ante sí: o la necesidad de replantearse su modelo de liderazgo o, de otro modo, la obligación de cavar una trinchera que, con frecuencia, termina por dinamitar el puesto, fagocitar el proyecto y, lo peor, dañar la persona.
El modelo de liderazgo tiene mucho que ver con nuestras convicciones, con nuestra preparación, con nuestra trayectoria, también con nuestra experiencia. Pero, sobre todo, nuestro liderazgo habla, por encima de cualquier otra cuestión, de nuestra personalidad; del modo en el que gestionamos nuestras creencias, emociones, energía... y de la manera en que todo esto impacta y afecta al entorno liderado.
Si bien parece complejo dar con la fórmula del éxito, no parece tarea tan difícil trazar una serie de claves que dibujan el contorno de un liderazgo tóxico. Y es que la tensión evolutiva de las organizaciones la viven todos sus miembros; su realidad dinámica se hace patente a fuerza de haber caído una y otra vez, y de haberse levantado y recrearse en otras tantas ocasiones. De ahí que puedan advertirse alguno de los rasgos de un liderazgo tóxico que debilita las estructuras organizativas y amenaza con llevarse por delante a los proyectos y arrastrar con ellos a las personas que los sostienen y procuran su vida.

1.   Respecto a la organización. El líder tóxico gasta gran parte de su energía en hacerse un espacio dentro de la organización. Forma parte de sus prioridades. Legítimo, por supuesto, si no fuera por lo que está dispuesto –y a quienes está dispuesto- a dejar en el camino hasta llegar a crear ese sitio. De modo que no repara en mostrarse muy atento, complaciente y hasta servil con quienes son sus jefes y tienen en su mano elevarlo al altar del poder. Su propósito está claro y, llegado el momento, utilizará expresiones como dar la vida por esta empresa cuando lo que quiere expresar es su firme e indiscutible convencimiento de que nadie, sino él, está tan preparado y lo merece tanto. Hay un componente de ególatra suficiencia que lo distancia de la realidad y lo sumerge en una espiral centrípeta.

2.   Respecto al proyecto. El líder tóxico no lo considera el proyecto organizacional o institucional, o la concreción de éste en su ámbito de gobierno o decisión, sino más bien su proyecto. Por tanto, quien cuestiona al proyecto lo cuestiona a él o ella y también cuestiona su función como líder. Suele hacer de cualquier consideración concreta, parcial y puntual que se aparte de la línea marcada una amenaza a la totalidad; siendo la totalidad el proyecto, y el proyecto, él o ella. El equipo, parte fundamental del liderazgo, perderá entonces su función, y con el tiempo habrá quienes lo abandonen o quienes, por la razón que sea, estén dispuestos a asumir su función casi decorativa. Pero lo analizamos a continuación.
 
3.   Respecto a los compañeros. El líder tóxico dice trabajar en equipo y confiar en las personas, pero en realidad establece un modelo de delegación que genera disfunción, confusión y, por tanto, desconfianza. Su manera de delegar consiste a menudo en repartir tareas preestablecidas; no acordadas. Por lo general, desconfía de las aportaciones de otros y, sobre todo, de la intención que pueda haber detrás de ellas. Además, suele entender la lealtad como sumisión, por lo que no quiere personas leales en su equipo, las prefiere sumisas y premiadas afectivamente por tal actitud para crear sistema y estructura. La toxicidad del liderazgo en la alta dirección consiste en delegar sólo tareas, rara vez funciones o autoridad. El líder tóxico tiende a llevar mal el éxito de ciertos miembros de su equipo, porque ve en su talento y brillo una posible amenaza para su estatus, por lo que, llegado el momento y sin perder la oportunidad, habla mal a otros del ausente o los ausentes amenazantes, creyendo que así los debilita más y sale reforzado. Rara vez se cumple este propósito. Por otra parte, pensará que la información es poder, y llevará razón, pero difícilmente ese tipo de poder podrá ser beneficioso para su proyecto, su equipo e incluso –al final- para él o ella.

4.   Respecto a las emociones. Cuando siente la presión o la tensión natural del ejercicio de las competencias y las decisiones, el líder tóxico recurre con cierta frecuencia -públicamente o en el marco de su equipo- a su compromiso inquebrantable y sin fisuras con el proyecto y a la carga de trabajo que soporta por el bien de todos. Para entonces, parte de su equipo se sentirá culpable de no poder hacer tanto como su líder y agradece -por un tiempo limitado- tener a alguien tan capacitado, competente y bueno. Además. El líder tóxico realiza pequeñas concesiones en algún momento que no tendrá reparo en utilizar de manera desproporcionada cuando sea necesario.

5.   Respecto a sí mismo. El líder tóxico dispone de cualidades y habilidades incuestionables; tiene talento -por supuesto-, pero su  problema es que lo devora la ambición. Por lo general, posee un alto concepto de sí mismo, pero con una autoestima tan quebradiza que necesita permanentemente de la aprobación y el reconocimiento de los demás. A veces delimita con equívoca ambigüedad el sentido de la responsabilidad y su relación poco sana con la perfección, algo que le hace disminuir sus niveles de tolerancia a la frustración. Quizá lo peor es que, aunque en ocasiones luche para que no resulte así, no acaba de disfrutar con lo que hace. De ahí su permanente insatisfacción.

El liderazgo tóxico es perfectamente reconocible, y casi todos los que en algún momento hemos desempeñado tales funciones hemos mantenido una relación a corta, media o larga distancia con él. La cuestión es que todos salimos dañados cuando, de alguna manera,  su insaciable espiral nos absorbe. Nada tan imperfecto como la perfección malvendida. Hay y vendrán nuevos modelos de liderazgo y estimulantes teorías, pero –como casi siempre- serán las personas las que conviertan en válidos y valiosos los horizontes a los que las palabras apuntan. Después de todo, como señala Brian Tracy, “la integridad es la cualidad más valiosa y respetada del liderazgo”.