“Débil es la
índole del ser humano
que se reconoce de alguna manera vinculado a la
necesidad”
Simone
Weil
Ni el creciente
pragmatismo tecnológico, ni siquiera ese neo-utilitarismo que teje la relación
actual del individuo con el mundo, han conseguido apagar del todo la necesidad de verdad del ser humano. Aun agazapado
y entregado a cierta apatía vital, tampoco el debilitamiento progresivo de los
argumentos de la razón ni la crisis funcional de la metafísica le han
arrebatado la aspiración natural de alcanzar sentido en medio del sinsentido.
El ser débil, vulnerable, consciente de su fragilidad, requiere ser escuchado y
comprendido en su vociferante silencio de metal.
La muerte de
Dios pretendida por parte de la insaciable razón científico-técnica tan sólo se
ha podido convertir en un meritorio ocultamiento. De modo que tan ingente pretensión
se conformó con borrar toda huella de
Dios, para al menos hacerlo desaparecer incluso como posibilidad, como horizonte
de sentido o referente último de todas sus expectativas humanas que
requieren plenitud. La ciencia no fracasa, sólo que tropieza en manos de
quienes pretenden poner en sus manos toda la posibilidad de verdad, como tropieza cualquier estructura que pretenda
vender certezas absolutas y verdades inmutables en asequibles y cómodos plazos
que aligeren la carga en tiempos tan complejos.
El ser humano
pide ser escuchado, comprendido y atendido en su contexto, en el escrupuloso respeto
a su libertad y su dignidad, en su aspiración máxima de libertad individual, en
su humilde pero infatigable –por qué no- búsqueda de sentido. Y sólo entonces, el
resurgir espiritual podrá traducirse en experiencia religiosa significativa, en
descubrimiento y encuentro que se produce en su ser íntimo, contingente, real. Una
experiencia que descubren la mujer y el hombre de hoy, aquellos que sienten el
peso de la mirada, el volumen de las palabras cercanas y abiertas, el calor del
tacto. Cae la falsa fortaleza de una
propuesta que se atiene exclusivamente a unos fríos presupuestos ontológicos
o a los parámetros que exigen conducir al lugar siempre prestablecido. Puede
entonces que no superáramos el error de reanudar la búsqueda de Dios como
fundamento metafísico, de ignorar lo decisivo del contexto en el que se produce
la experiencia, donde aparece el ser
como evento, no como estructura. En cualquier caso, siempre, ante la
exigencia de construir en y desde la libertad, se tendrá la tentación de volver a los fundamentalismos que proporcionen calor y
seguridades, de recuperar el aroma sentencioso y apriorístico de la norma.
Para el
cristianismo, el acontecimiento de la encarnación de Dios –kénosis- resulta clave en la posibilidad y condición de la
experiencia religiosa. Una experiencia que provoca que se transite del paradigma del Dios absoluto y dueño,
impositivo e impuesto, entronizado en lejana cercanía, al Dios amigo y
descubierto del “ya no os llamo siervos, sino amigos”. La religión como
experiencia en ese ser que es evento, la
religión desde la conciencia de criatura que entiende su naturaleza proveniente
y vinculada. Supone asomarnos a la centralidad de la experiencia frente al
sometimiento del imaginario metafísico supuesto e impuesto. El protagonismo del
sujeto que salta, que decide lanzarse, vivir la experiencia que puede establecer
significado y proporcionar sentido, sin caer –eso sí- en la absolutización y
categorización del individuo, allí donde llegue a confundir autonomía con
autosuficiencia. El riesgo consiste en caer en la trampa de trasladar el
ideario metafísico del Dios-objeto, atrapado, reducido y manoseado, desprovisto
de toda frescura, al sujeto-dios, como clave única –aunque débil, imperfecta-
del universo comprensible y comprendido.
Luego entonces,
la temida secularización no tendría por
qué concebirse como un alejamiento absoluto de la raíz religiosa, sino como un nuevo escenario en el devenir y
acontecer de la historia en el que darse la experiencia religiosa como
descubrimiento, encuentro y diálogo, donde, sin dejar de serlo, se revela accidentalizada la esencia.
A la luz
paradigmática de la encarnación –kénosis-,
¿tiene sentido, por tanto, el temor desaforado de una Iglesia que pueda
aferrarse a las verdades absolutas de la norma por miedo al carácter
contingente del ser y del mundo? Parece poco cuestionable la crisis del
imaginario religioso potenciado por la seguridad de las certezas metafísicas. Se
abre paso, así, el descubrimiento de la
fuerza que tiene la debilidad del amor, el contundente mensaje que muestra la
fragilidad del Dios kenotizado. No
se trata de poner el acento de la muerte de Jesús en su dimensión sacrificial
violenta, sino en el principio de sentido y coherencia que hay en sus
decisiones y su encendida voluntad. Nos libera la libertad de Dios en Jesús, su
opción valiente y arriesgada reflejada en el sentido profundo y pleno de la kénosis. Ciertamente, la muerte de Jesús de no es decisión de
Dios y aceptación sumisa por parte del Hijo; hay libertad, sentido y
coherencia. La muerte de Jesús no es condición, sino consecuencia de una opción
libre y radical basada en el amor. Puede que Jesús no acabe con el mal, pero
muestra la cercanía de Dios ante la experiencia del mismo, así como que su desfigurado
rostro no es definitivo. Una experiencia que supera el paradigma de la deuda con la divinidad y conduce al paradigma
de la libertad y el compromiso del amor. Al fin y al cabo, el amor se eleva
como la revelación comprensible, donde descansa la verdad posible y consciente
entre tanto entramado metafísico.
Mientras la
posmodernidad agoniza en su desencanto por el desencanto, el ser humano camina
buscando sentido entre la existencia y su significado. Y puede que sea entonces
pertinente la pregunta por Dios ante el desencadenamiento
de una espiritualidad que requiere experiencia, forma y sentido, pero que
no recaiga en una molesta idea impuesta y sin espacio. Se trata de una
propuesta cuyo valor no puede ser la transmisión de contenido, sino en el valor
de la experiencia; una propuesta que se
dirige al ser que descubre, que se quiere libre pero vinculado. Y es que no
hay pretensión de totalidad en el ser humano de hoy, más bien hay deseo de
experiencia concreta que anuda convicciones propias, conciencia de finitud y
fragilidad en su difuso horizonte de sentido. Hay huella y camino. Después de
todo, como sostiene José Miguel Núñez, “la historia de Jesús, Dios encarnado,
es un escándalo: es poner boca abajo la omnipotencia de Dios que se hace amor
desarmado.”
Nuñez, José Miguel. A vueltas con Dios en tiempos complejos. Conversaciones con G. Vattimo. Ediciones KHAF. Madrid, 2013.
Nuñez, José Miguel. A vueltas con Dios en tiempos complejos. Conversaciones con G. Vattimo. Ediciones KHAF. Madrid, 2013.