La propuesta cristiana en la pleamar posmoderna. (Al calor de A vueltas con Dios en tiempos complejos, de José Miguel Núñez)

“Débil es la índole del ser humano 
que se reconoce de alguna manera vinculado a la necesidad”
Simone Weil

Ni el creciente pragmatismo tecnológico, ni siquiera ese neo-utilitarismo que teje la relación actual del individuo con el mundo, han conseguido apagar del todo la necesidad de verdad del ser humano. Aun agazapado y entregado a cierta apatía vital, tampoco el debilitamiento progresivo de los argumentos de la razón ni la crisis funcional de la metafísica le han arrebatado la aspiración natural de alcanzar sentido en medio del sinsentido. El ser débil, vulnerable, consciente de su fragilidad, requiere ser escuchado y comprendido en su vociferante silencio de metal.
La muerte de Dios pretendida por parte de la insaciable razón científico-técnica tan sólo se ha podido convertir en un meritorio ocultamiento. De modo que tan ingente pretensión se conformó con borrar toda huella de Dios, para al menos hacerlo desaparecer incluso como posibilidad, como horizonte de sentido o referente último de todas sus expectativas humanas que requieren plenitud. La ciencia no fracasa, sólo que tropieza en manos de quienes pretenden poner en sus manos toda la posibilidad de verdad, como tropieza cualquier estructura que pretenda vender certezas absolutas y verdades inmutables en asequibles y cómodos plazos que aligeren la carga en tiempos tan complejos.

El ser humano pide ser escuchado, comprendido y atendido en su contexto, en el escrupuloso respeto a su libertad y su dignidad, en su aspiración máxima de libertad individual, en su humilde pero infatigable –por qué no- búsqueda de sentido. Y sólo entonces, el resurgir espiritual podrá traducirse en experiencia religiosa significativa, en descubrimiento y encuentro que se produce en su ser íntimo, contingente, real. Una experiencia que descubren la mujer y el hombre de hoy, aquellos que sienten el peso de la mirada, el volumen de las palabras cercanas y abiertas, el calor del tacto. Cae la falsa fortaleza de una propuesta que se atiene exclusivamente a unos fríos presupuestos ontológicos o a los parámetros que exigen conducir al lugar siempre prestablecido. Puede entonces que no superáramos el error de reanudar la búsqueda de Dios como fundamento metafísico, de ignorar lo decisivo del contexto en el que se produce la experiencia, donde aparece el ser como evento, no como estructura. En cualquier caso, siempre, ante la exigencia de construir en y desde la libertad, se tendrá la tentación de volver a los fundamentalismos que proporcionen calor y seguridades, de recuperar el aroma sentencioso y apriorístico de la norma.
Para el cristianismo, el acontecimiento de la encarnación de Dios –kénosis- resulta clave en la posibilidad y condición de la experiencia religiosa. Una experiencia que provoca que se transite del paradigma del Dios absoluto y dueño, impositivo e impuesto, entronizado en lejana cercanía, al Dios amigo y descubierto del “ya no os llamo siervos, sino amigos”. La religión como experiencia en ese ser que es evento, la religión desde la conciencia de criatura que entiende su naturaleza proveniente y vinculada. Supone asomarnos a la centralidad de la experiencia frente al sometimiento del imaginario metafísico supuesto e impuesto. El protagonismo del sujeto que salta, que decide lanzarse, vivir la experiencia que puede establecer significado y proporcionar sentido, sin caer –eso sí- en la absolutización y categorización del individuo, allí donde llegue a confundir autonomía con autosuficiencia. El riesgo consiste en caer en la trampa de trasladar el ideario metafísico del Dios-objeto, atrapado, reducido y manoseado, desprovisto de toda frescura, al sujeto-dios, como clave única –aunque débil, imperfecta- del universo comprensible y comprendido.
Luego entonces, la temida secularización no tendría por qué concebirse como un alejamiento absoluto de la raíz religiosa, sino como un nuevo escenario en el devenir y acontecer de la historia en el que darse la experiencia religiosa como descubrimiento, encuentro y diálogo, donde, sin dejar de serlo, se revela accidentalizada la esencia.
A la luz paradigmática de la encarnación –kénosis-, ¿tiene sentido, por tanto, el temor desaforado de una Iglesia que pueda aferrarse a las verdades absolutas de la norma por miedo al carácter contingente del ser y del mundo? Parece poco cuestionable la crisis del imaginario religioso potenciado por la seguridad de las certezas metafísicas. Se abre paso, así, el descubrimiento de la fuerza que tiene la debilidad del amor, el contundente mensaje que muestra la fragilidad del Dios kenotizado. No se trata de poner el acento de la muerte de Jesús en su dimensión sacrificial violenta, sino en el principio de sentido y coherencia que hay en sus decisiones y su encendida voluntad. Nos libera la libertad de Dios en Jesús, su opción valiente y arriesgada reflejada en el sentido profundo y pleno de la kénosis. Ciertamente, la muerte de Jesús de no es decisión de Dios y aceptación sumisa por parte del Hijo; hay libertad, sentido y coherencia. La muerte de Jesús no es condición, sino consecuencia de una opción libre y radical basada en el amor. Puede que Jesús no acabe con el mal, pero muestra la cercanía de Dios ante la experiencia del mismo, así como que su desfigurado rostro no es definitivo. Una experiencia que supera el paradigma de la deuda con la divinidad y conduce al paradigma de la libertad y el compromiso del amor. Al fin y al cabo, el amor se eleva como la revelación comprensible, donde descansa la verdad posible y consciente entre tanto entramado metafísico.

Mientras la posmodernidad agoniza en su desencanto por el desencanto, el ser humano camina buscando sentido entre la existencia y su significado. Y puede que sea entonces pertinente la pregunta por Dios ante el desencadenamiento de una espiritualidad que requiere experiencia, forma y sentido, pero que no recaiga en una molesta idea impuesta y sin espacio. Se trata de una propuesta cuyo valor no puede ser la transmisión de contenido, sino en el valor de la experiencia; una propuesta que se dirige al ser que descubre, que se quiere libre pero vinculado. Y es que no hay pretensión de totalidad en el ser humano de hoy, más bien hay deseo de experiencia concreta que anuda convicciones propias, conciencia de finitud y fragilidad en su difuso horizonte de sentido. Hay huella y camino. Después de todo, como sostiene José Miguel Núñez, “la historia de Jesús, Dios encarnado, es un escándalo: es poner boca abajo la omnipotencia de Dios que se hace amor desarmado.”

Nuñez, José Miguel. A vueltas con Dios en tiempos complejos. Conversaciones con G. Vattimo. Ediciones KHAF. Madrid, 2013.

"Soy el dueño de mi destino. Soy el capitán de mi alma".

“La libertad íntima nunca se pierde; es esa libertad espiritual que no se nos puede arrebatar, la que hace que la vida tenga sentido y propósito”
Víktor Frankl

Después de haber experimentado el escozor de la herida abierta, de la frustración por el esfuerzo baldío, del agrio sabor que toda derrota deja en la comisura de los labios dispuestos a la vida… Después de que se hundan tus pies en el fango de la miseria y el olvido, o se rasgue el tejido de tu propia dignidad a fuerza de inevitables circunstancias, –sólo entonces- descubres que el verdadero límite no es aquél que las situaciones te imponen como condición irremisible, sino que el límite, siempre autoimpuesto, consiste en desertar, renunciar a construirte y construir los sueños que, por mucho que tropiece en cada uno de sus intentos, exhala tu espíritu.
Dentro. Más dentro, justo ahí donde surgieron aquellos latidos que forjaron poco a poco tu conciencia a golpe de convicciones y creencias, encuentras las razones que te disponen y te movilizan en una determinada dirección, las mismas que hacen de ti lo que hoy eres. A veces con inseguridad, con humana incertidumbre, pero, al fin y al cabo, vas teniendo la valentía y la responsabilidad de crear(te) sobre lo creado y, por tanto, crear en cuanto te rodea, y esa –consciente o inconscientemente- es tu libertad más preciada y creativa.
Cualquier paso firme comienza desde el lugar donde tú en esencia eres, desde el espacio en el que sólo puedes ser… El caso es que no escoges –ni puedes- la fuerza del viento, ni siquiera su dirección, tampoco escoges el día lluvioso ni el esplendor del sol como apacible compañía; no decides sobre la piedras que en el camino encuentras, ni la disponibilidad del terreno, tampoco decides sobre ciertas distancias. Pero has decidido que ese ruido ya no te perjudica ni te frena.
Después de todo, lo fundamental tratas de ponerlo a salvo cada jornada con la templanza de la contemplación activa. Te aclara tu conciencia, te provoca tu voluntad, te agitan tus sueños y te impulsa el ímpetu de tu corazón; te alienta tu visión, te mantiene tu fortaleza y, sobre todo, te sostiene tu fe, tu frágil pero consistente fe.
El olor de la victoria proviene de esa estructura interna que construyes con artesana paciencia. No existe victoria completa que no ponga a prueba la fe personal –también la del equipo-, ésa única capaz de acercarnos a los límites con que demarcaron nuestro desarrollo, nuestras posibilidades y, por tanto, nuestra acción; aquellos límites que un día tuvimos que creernos y que ya no pesan ni frenan lo que deseamos alcanzar.

En la noche que me envuelve,
negra como un pozo insondable,
doy gracias al Dios que fuere
por mi alma inconquistable.
En las garras de las circunstancias
no he gemido ni llorado
ante las puñaladas del azar,
si bien he sangrado, jamás me he postrado.
Más allá de este lugar de ira y llantos
acecha la oscuridad con su horror.
No obstante, la amenaza de los años
me halla y me hallará sin temor.
Ya no importa cuán recto haya sido el camino,
ni cuántos castigos lleve a la espalda.
Soy el amo de mi destino,
Soy el capitán de mi alma.

                   William Ernest Henley

Los girasoles ciegos. La dignidad arrebatada, la derrota de todos.

“Sólo tengo el miedo que tanto miedo me daba (…)
El miedo explica casi todo”
Alberto Méndez

         Hay en la derrota de cualquier ser humano una pequeña derrota de cuantos fueron y estuvieron en algún momento, ya fuera cerca o lejos, fuera antes, ahora e, incluso, después. En cualquier caso, la luz que se apaga al otro lado oscurece también el brillo de quienes aún se sienten bendecidos por el incandescente pero caprichoso pálpito de la vida que les sonríe.
Nosotros nos empeñamos en mantenerlos, pero el tiempo borra con solemne frialdad la cruel entelequia de los bandos, y lo real trae una verdad sangrante que desnuda a todos, la misma que termina demostrando que sólo ganó la derrota, ordenándola a unos y a otros. Puede que el tiempo que tardamos en asumir cada verdad es el mismo tiempo que, por alguna razón –o sinrazón- relegamos a nuestra conciencia, despojándola de su función reveladora, constitutiva, ésa indispensable para construir, entre otras cosas, la dignidad propia e incluso ajena.
Entonces, el olvido o el silencio se convierten en una forma de tortura despiadada, ésa que lega la desmemoria acordada o consentida por ambos contendientes, aquélla que dispensan las miradas apagadas que poco o nada transmiten a cuantos continúan el camino. Quien no asume no camina del todo libre.
¿Y si la guerra fuera agitada por los temores infundados de algunos corazones destemplados e inseguros…? Al fin y al cabo, toda guerra viste orgullo y suda odio, toda guerra se lleva por delante la dignidad, la libertad y, por supuesto, cualquier victoria que nadie pueda o pretenda atribuirse en ese momento en el queremos creer en una gloria abortada. Hasta el lenguaje se rinde entregando palabras tan nobles y distinguidas como gloria o victoria.
Lo que alcanza a sobrevivir de los conflictos, de la desesperación y el desgarro con que las guerras cubren las vidas de tantos seres humanos no es sino la vergüenza y el despropósito, el amargo trago de la derrota, el desgarro que provoca el dolor por otros elegido para tantos inocentes que sólo tienen su llanto sordo como abrigo raído o inútil medicina. Y queda sólo el miedo, la soledad, el dolor, la pérdida, el vacío… El sinsentido destrona cada vida y la desposee de su alma y su brillo, de toda o mínima esperanza.

         Poco tan devastador como la renuncia personal a cualquier modo que pudiera quedar de vida -“sin Elena no quiero llegar al final del camino. Sin Elena no hay camino”, apenas acierta a espetar unos de los personajes protagonistas-. No cabe más dolor en un alma, ya sólo queda muerte en la vida que otros decidieron partir. Sólo queda, ya para otros, la memoria como posibilidad de prevenir los daños que vienen; la memoria quizá como legado que proteja la dignidad y bendiga la libertad de aquellos a los que ahora les pertenece el derecho natural a intentarlo de nuevo.