A lo largo de la historia, en esa
galería interminable de las edades por la que la humanidad transita,
encontramos un escenario de llamativas confluencias. No será menos ahora; los
tiempos difíciles siempre trajeron de la mano la aparición de grandes líderes, personas
que supieron moverse, y hasta crecerse, en las procelosas aguas de un mar
revuelto y tempestuoso, aguas en las que avistaban el naufragio inevitable de
quienes arrojaron por la borda su dignidad incluso antes de defenderla.
En medio de la
zozobra y la incertidumbre emergen los liderazgos sólidos, consistentes; no
sólo por la iniciativa de quienes, por la razón que fuere, dan el paso al
frente, sino también por la concesión y la entronización que llevaron a cabo
aquéllos que vieron en alguien esa capacidad de gestionar el momento y garantizar, defender o impulsar una determinada situación.
En cualquier
caso, a pesar de lo que pueda parecer, no es la solidez del liderazgo
lo que determinará su verdadero valor, más bien será su origen –naturaleza- y
su intención la que proyecte su poderosa gestión. En contextos de
incuestionable complejidad encontramos auténticos líderes, como A. Lincoln, W.
Churchill o N. Mandela; pero, resultantes de circunstancias
socialmente delicadas, también lo fueron personajes como B. Mussolini, A. Hitler o el mismo J. Stalin.
Como decimos,
la diferencia estriba en el origen de su encumbramiento como líderes. Observamos
cómo, mientras a unos fue el miedo y la desconfianza en las propias
posibilidades como sociedad los que les otorgaron su preponderante papel; a los
otros fue la identificación y la credibilidad los valores que los elevaron al
pedestal no siempre grato del liderazgo.
En estos
últimos personajes descubrimos rasgos que bien podrían definir el tipo de liderazgo
que requieren los tiempos de crisis. Gobiernos, organizaciones, equipos,
comunidades, instituciones los disfrutan o sufren… Liderar en situaciones de
incertidumbre exige lo mejor, porque hasta la urgencia necesita de cierto orden;
la prisa, de la pausa necesaria; la voluntad, de una mínima competencia; pero
también el desaliento y la desafección requiere del carisma que inspire e
impulse; y el arrojo, de la acción ordenada y alineada. Así, alguno de los rasgos
distintivos y necesarios del liderazgo en la incertidumbre podrían ser:
1. Confianza/Credibilidad.
Se trata de un liderazgo otorgado, concedido, por todo cuanto inspira en
quienes reconocen su función. La fe se convierte en elemento consustancial a todo
liderazgo.
2. Visión. Hacemos
referencia a un liderazgo inspiracional
y creativo, que aporta estrategia y horizonte en la situación.
3. Decisión. La
toma de decisiones exige lucidez y clarividencia por parte del líder, que asume
los riesgos inherentes a este difícil ejercicio.
4. Firmeza. Alejado
de toda falsa y destructiva idea de perfección, el liderazgo requiere de ciertas
dosis de seguridad en su desempeño. No se concede espacio al titubeo; sí,
llegado el momento, al análisis y la revisión.
5. Integración. El
depósito de la verdad no es patrimonio exclusivo del líder, para lo que parece
fundamental desarrollar un modelo de liderazgo cooperativo, donde el valor de
la interdependencia fortalece el sentido de equipo y la efectividad del
proyecto.
6. Flexibilidad. En
una realidad cambiante y desconcertante debe haber espacio para la valoración,
para el posible replanteamiento de la estrategia trazada. La capacidad de
respuesta y adaptación a las diferentes situaciones por venir será síntoma de la
salud del liderazgo.
7. Vulnerabilidad. El líder se muestra como el ser humano que es; no juega a parecer el dios que no es, ni pretende ser perfecto. Buena parte de su credibilidad la concede este rasgo de cercanía y realismo. No duda en compartir sensaciones y sentimientos; hasta aquéllos más desabridos y desalentadores pueden canalizarse y constituirse como punto de impulso. estamos ante un liderazgo emocional.
8. Optimismo. Cuando
todo parece perdido, el líder tiene la habilidad de elevar, transmitir
perspectiva, reconducir emociones y renovar ese espíritu indómito de la persona
que pugna por expresarse. Es un optimismo encarnado, que cree en las verdaderas
posibilidades del ser humano.
Y aún así, después
de todo, no tenemos la certeza del resultado que espera detrás de todo proceso
emprendido. Con todo, sentimos muy dentro de nosotros la obligación moral de luchar
por unas ideas y unos principios que nos hicieron levantarnos un día; esos
mismos que provocaron un primer paso de tantos otros que después vinieron y
todos aquéllos que tendrán que venir.
No pretendemos
vivir sometidos por la tiranía a veces caprichosa de los resultados. Con la
esperanza cierta de que recogeremos algún día lo sembrado, compartimos una
experiencia reconfortante, la de comprobar que, más que un meta, por justa y
muy noble que ésta pueda ser, une todo camino que exige lo mejor del equipo que lo
comparte, que lo lucha, que lo sufre y también –cómo no- lo disfruta.
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