“Se convencerán de su impotencia para vivir
libremente,
por
su debilidad, su nulidad, su depravación,
y
su propensión a la rebeldía”
El gran
inquisidor F. Dostoyevsky
Pudo haber un
tiempo en la historia en el que la política
era un noble ejercicio, la meritoria
función de quienes, por estricto mandato y deseo del pueblo, debían gestionar
con altura de miras, competencia y sentido ético el bien público. Pudo haber un tiempo en la historia en el que la
política era la dedicación escrupulosa de los intereses comunes, sin más ideología que gobernar ese interés
general, garantizando y protegiendo, al mismo tiempo y en todo momento, la libertad de los ciudadanos, por
compleja que la defensa de ésta pudiera resultar.
En el instante
en el que el pueblo deja de ser libre y
consciente de la trascendencia de su función, justo en ese instante en el
que descuida hasta abandonar ese deseo
íntimo de libertad con el que su alma está sellada, es precisamente en ese
instante cuando comienza el ocaso de la política, la malversación de los nobles y altos principios para la que
fue ideada.
“Hacednos
esclavos, pero dadnos de comer” sigue escribiendo Dostoyevsky en El gran
inquisidor. Ciertamente, una parte importante del paternalismo huero de ciertos gobiernos no puede surgir sino de un
cese voluntario o involuntario de la responsabilidad que sólo al pueblo le
pertenece, así como a la esclerosis
funcional por el que las instituciones deambulan en la improvisada senda que
un sistema enfermo y prematuramente
envejecido traza.
Puede
que, en esa evitable y poderosa concesión
al sistema democrático, hayamos entregado nuestra libertad en un paquete y nuestra dignidad en un precioso lazo; puede que incluso hayamos olvidado
que el ejercicio del buen gobierno
no consista en administrar nuestra libertad, sino tan sólo en garantizar que
ésta no se vea pisoteada o adulterada, sintiendo que entregamos en las mejores
manos posibles la tarea que permite al conjunto de los ciudadanos el desarrollo personal de su libertad
individual.
A tal grado de
disolución ha caído la democracia que ha llegado a crear un nutrido
y representativo grupo de ciudadanos
que, después de todo, sienten la obligación de estar agradecidos por los magnánimos y calculados gestos de sus
gobernantes, que dispensan su mortífera bondad abrazada a unos discursos gruesos y demagógicos,
directos al espacio donde acampa el
miedo del individuo devaluado e indefenso que están formando en su sistema
dentro del sistema.
Saben muy bien
lo que hacen; aun conviviendo en los límites
de la incompetencia, la mayoría no son, como algunos creen, unos ineptos. Se
distinguen porque no pueden -aunque ya lo quisieran- reprimir sus tics totalitarios, inherentes a quienes
no sólo no creen en la libertad, sino
que además aprendieron el desvergonzado
arte de robarla y secuestrarla del corazón humano.
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