¿Le ha ayudado alguien a cultivar su razón, se ha
cuidado alguien de educarlo, recibió algún afecto en su infancia? (…)
Amo con dolor nuestro pasado.
Fiodor Dostoyevsky
La exposición
del individuo al mundo viene marcada y determinada por la condición vulnerable
de su ser. La huella del otro -de lo otro- ejerce una indefectible influencia
en la estructura emocional de la persona. Desde el momento en el que nacemos se
produce una paulatina apropiación de lo ajeno y extraño que se va adentrando de
un modo irremisible en los elementos más constitutivos de esa incandescente
individualidad que es el ser humano.
Asistimos en Los hermanos Karamazov de Dostoyevsky al
arrogante e inevitable triunfo de la subjetividad más implacable e invasiva. El
mundo, en su armónica belleza, termina por descomponerse en ese particular roce con el
tiempo y las circunstancias que impone su sucesión caprichosa. Ese mundo, en
esencia desconcertante, sucumbe a la espiral irracional de las pasiones; se ve
sometido al caos que la percepción genera, a la verdad inconsistente pero
cierta que teje toda frustración y que –sólo después- trata de reparar, con
desigual e infructuoso acierto, la culpa que a su paso deja.
El mundo
-entonces- se siente claudicar, desiste de su ofrecimiento cristalino para
quien lo contempla, también de esa vocación idealista a la que se sentía llamado para
presentar la realidad. Y de pronto, nos encontramos cómo se eleva a categoría de
verdad sólo la realidad ya interpretada, pensada, sufrida, apreciada…; toda
aquélla, en definitiva, que filtró el oscuro pasadizo de la subjetividad
atrevida y rebosante.
El argumento
se retuerce como río maduro, entregado al vaivén de una tesis concluyente. A
través de los personajes de la obra nos adentramos en un meticuloso rastreo del
mapa emocional humano, donde se trazan los perfiles más sinuosos y abruptos de
los individuos, aquellos que se ven abocados a la inexorable condena que las
relaciones sin escrúpulos provocan. Personajes que deambulan, sin tregua
posible, en el círculo negro de los prejuicios y sus desmesurados juicios.
Personajes sin oxígeno, sin tiempo en el que puedan cicatrizar la herida moral
que provoca el insalvable abismo en el que la novela los mece. Personajes
agotados, devastados por la fuerza implosiva del tormento en el que se sienten
sucumbir.
En el corazón
de su propia desventura, en sus acciones desesperadas, los personajes huyen para
dentro, ciegos
por la duda, consumidos por la posibilidad de la fe, ateridos por el frío que
la urgencia de la conmoción inflige. Como si poco importara, un descorazonado
idealismo agoniza entre las feroces fauces de la degradación y la febril
desesperanza de sus vidas.
Al final,
después de todo, una puerta entreabierta que advierte vibrantes certezas: el
efecto reparador de la clemencia y el poder abrumador y reconstituyente del
amor. Y al calor de ese fuego, la serena convicción de que la verdadera lucha
personal se empeña en poner a salvo la esencia, para ser siempre en y desde ella. Esperanza
a pesar de todo, esperanza entre la duda y la fe.
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