¿Le ha ayudado alguien a cultivar su razón, se ha
cuidado alguien de educarlo, recibió algún afecto en su infancia? (…)
Amo con dolor nuestro pasado.
Fiodor Dostoyevsky

Asistimos en Los hermanos Karamazov de Dostoyevsky al
arrogante e inevitable triunfo de la subjetividad más implacable e invasiva. El
mundo, en su armónica belleza, termina por descomponerse en ese particular roce con el
tiempo y las circunstancias que impone su sucesión caprichosa. Ese mundo, en
esencia desconcertante, sucumbe a la espiral irracional de las pasiones; se ve
sometido al caos que la percepción genera, a la verdad inconsistente pero
cierta que teje toda frustración y que –sólo después- trata de reparar, con
desigual e infructuoso acierto, la culpa que a su paso deja.
El mundo
-entonces- se siente claudicar, desiste de su ofrecimiento cristalino para
quien lo contempla, también de esa vocación idealista a la que se sentía llamado para
presentar la realidad. Y de pronto, nos encontramos cómo se eleva a categoría de
verdad sólo la realidad ya interpretada, pensada, sufrida, apreciada…; toda
aquélla, en definitiva, que filtró el oscuro pasadizo de la subjetividad
atrevida y rebosante.

En el corazón
de su propia desventura, en sus acciones desesperadas, los personajes huyen para
dentro, ciegos
por la duda, consumidos por la posibilidad de la fe, ateridos por el frío que
la urgencia de la conmoción inflige. Como si poco importara, un descorazonado
idealismo agoniza entre las feroces fauces de la degradación y la febril
desesperanza de sus vidas.

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