No
existe la tragedia, sino lo inevitable. Todo tiene su razón de ser. Sólo se
necesita distinguir lo pasajero de lo definitivo.
Paulo Coelho
Como percepción
y emoción humana, toda tragedia lleva impresa en su inexplicable realidad la
textura desgarrada y porosa del dolor. Su descarnado gesto, su despiadada
sentencia desangra y exprime el corazón de quienes no tienen más remedio que
mirarla cara a cara. La tragedia es el golpe seco del vacío, la bofetada más
siniestra con que sacude el sinsentido sin esperarlo.
Encogidos por
la pena que el dolor a su paso deja, sólo un eco sordo responde, desde su
espesa negrura, al grito mudo de cada uno de los lamentos perdidos, ésos que
arrojamos a la nada de los adentros en los que buscamos. La mirada ida convoca de
nuevo a todos aquellos interrogantes agazapados en el alma, esos mismos que
dormían el sueño mentiroso de anteriores aplazamientos.
No hay consuelo
posible ahora para cuantos han sido masacrados por el hachazo de una llamada,
por un teléfono que no responde y cuya señal se ahoga en el infinito, o por la
espera asfixiante de una lista grabada con la tinta negra de lo inevitable. Porque
la muerte inesperada, además, no llama, entra. Golpea la puerta hasta
derribarla, y con ella el equilibrio en el que creíamos vivir para siempre,
como si lo inconsistente fuera eterno.
Olvidando –quizá
ignorando premeditadamente- aquello cuanto nos incomoda, nos afanamos en
construir ardorosamente nuestro mundo de seguridades, elevamos al pedestal de
los ideales y sueños una realidad incompleta de nuestra naturaleza, incluso
llegamos a jugar a ser los dioses que no
somos, y, a poco que nos descuidemos y todo vaya aparentemente bien, nos
empeñamos en convertir todo esto en incontestable verdad.
Y de pronto,
un día cualquiera, mientras las horas eran templadas y todo invitaba a la calma,
cuando cada cosa parecía en su sitio y todo, en un desordenado orden, ocupaba
su lugar, la tragedia y su inexorable mirada desmoronan aquella estructura que
edificamos a nuestro antojo, gusto e interés. El filo gélido de la espada se hunde
hasta el alma helada y provoca su herida más dañina, aquélla que a las entrañas
atraviesa.
El dolor, la
muerte, la pena, el desconsuelo, así como tantas otras realidades que provocan
emociones y construyen sentimientos, forman parte indisociable de la vida. La lucha
por mirarla tal cual es será la mejor librada; el tiempo que ganamos en ser más
conscientes será el mejor empleado. Porque acercarnos sin miedo a lo que en
esencia y en realidad somos nos hará más libres y, sobre todo, más conscientes.
Y de esa luminosa
y concreta consciencia que incluso se encara con la nada y el sinsentido puede
que surja el deseo irrefrenable de exprimir cada segundo de vida que llega
como regalo, a compartir cada instante que nos acerca a los que queremos y querremos. Tratamos entonces de vivir el valor activo de la experiencia, la certidumbre del instante y la esperanza de cuanto viene.