A propósito de Jerry Sloan.

“Creo que los Utah Jazz son Jerry Sloan. Toda la franquicia está impregnada de las cosas que enseñó y formó en los años 90”.
Mark Eaton. 

Todo ha sido más previsto, quizá mucho más ordenado y natural que la desaparición accidental y estridente de Kobe Bryant, pero el caso es que, café en mano, el repaso de la prensa del día me proyectaba una estampa póstuma a modo de panegírico digital de nuestro tiempo. El entrenador Sloan, siempre serio, discreto, de corbata impecablemente anudada, mirada algo triste, nostálgica, pero desafiante y competitivo desde cada poro por el que transpiraba baloncesto, se ha encargado de clausurar otro espacio –acumulo demasiados en los últimos meses- de los pocos que bien pudieran quedar de aquella primera juventud de finales de los 90, donde uno buscaba inspiración en el vigor de los iconos del deporte del momento; da igual la modalidad para quien el deporte es una gigantesca habitación con un número incalculable de puertas.
Jerry Sloan, además de jugador de la NBA en los 70, será recordado por dirigir a los Utah Jazz de Salt Lake City nada más y nada menos que durante veintitrés campañas ininterrumpidas, quizá las más mediáticas aquellas al mando de Malone y Stockton. Desde ellos, lideró un equipo a finales de los 90 con méritos suficientes para haber conquistado algún anillo, una sólida estructura, una organización -como gusta llamar allí- que demuestra que hay proyectos deportivos que pueden basar su grandeza en esa cultura que son capaces de forjar y fomentar pacientemente para los suyos. En ese valor considero humildemente, dejando otros aspectos para los expertos en baloncesto, estuvo el hecho de que rozaran con los dedos el anillo de campeones de la NBA, y se convirtieran en una franquicia respetada y respetable por todos. De nuevo se repite la espiral que envuelve a los grandes equipos y los líderes que los impulsaban. Veamos:

Unos VALORES. No hacía falta ver demasiado en acción al head coach Sloan para intuir cómo entrenaba aquel grupo, desde qué principios se movía cada día o a partir de qué código ético trabajan por sí mismos y para cada compañero. Bastaba con verlos en la pista para hacerse una mínima idea. 

Una IDENTIDAD. Tienes tan interiorizada, tan automatizada tu conducta individual y colectiva; se encuentran tan presentes en cada gesto del día a día los valores acordados, que configuran el ADN inexcusable del equipo. Se trata de lo que podríamos definir como el comportamiento o la actitud esperable, fuera de la cual nadie lo reconocería como un jazz en este caso. 

Un EQUIPO. No valen todos, ni de la misma forma; precisamente por aquello de los valores y la identidad. Acordados los valores y la identidad comunes, es preciso establecer y aclarar los roles, que poco o nada tiene que ver con la importancia o la relevancia de unos u otros dentro del grupo, sino con lo específico de cada uno y aquello para lo que encaja.

Una CULTURA. Hacer de la identidad un constructo, una experiencia repetida, asumida, reconocida y reconocible. La cultura como todo eso de una estructura que construye y defiende el de dentro; y es reconocido por el de fuera. Todo aquello por lo que alguien estaría dispuesto a venir, o también por lo que otro precisamente renunciaría. Una cultura de equipo no excluye a nadie, pero sí puede hacer que alguien se encuentre excluido; hace que nadie venga engañado ni nadie termine por irse traicionado.

Un RENDIMIENTO. Tarde o temprano se obtienen resultados, porque ese trabajo que brota de este circuito, año tras año, clarifica el mapa, los caminos, hasta las personas más idóneas. El rendimiento es la constante por la que nos desvelamos para el resultado, para el tanteo de cada partido, para esa pequeña gloria que regala de vez en cuando la mayor gloria, la de forjar a hierro un sello.  

Jerry Sloan lo hizo visible para quienes estábamos fuera de sus Utah Jazz, incluso para quienes solo acertábamos a ver en él un tipo serio y prescindible tras  las asistencias de John Stockton o los recados de Karl Malone. Casi todo requiere tiempo y experiencia para descubrir parte de su mejor valor. El caso es que todo el que lo decidía, sabía a qué iba a Salt Lake City y sus crudos inviernos de las Rocosas; podía expresar perfectamente qué iba a encontrar o qué se le iba a pedir al pisar la pista de entrenamiento; intuía el rol para el que se le fichaba o aquello que la afición tenía el derecho de exigirle como un jazz más de todos. Algo –o mucho- tendría él que ver, supongo.

La madurez de una estructura deportiva, su solidez como proyecto, su salud como organización, se encuentra también en ese tipo de pequeños detalles. Sería algo triste, una débil señal o un síntoma a vigilar el hecho de que, alguna vez, hubiera que convencer a un deportista que apostara por nuestro proyecto solo con el argumento de la grandeza de su ciudad, la majestuosidad de su estadio, su clima o la generosa comida que quizá no deba comer… Se nos ha ido el bueno de Sloan, pero imagino que deja algo escrito en la vieja pizarra del vestuario de Utah, algo que puede quedar más allá de la esquina que acaba de doblar. Hasta siempre, entrenador.