Confusión y desconcierto (Martes Santo)


Entonces él, apoyándose en el pecho de Jesús,
 le preguntó, Señor, ¿quién es?
Juan 13, 25.


         Jerusalén parecía una ciudad distinta esos días. La tarde había caído con la pausa que el inicio de la primavera suele regalar, y la noche se apoderó de la ciudad entre un ir y venir de antorchas y grupos de personas que trataban de buscar acomodo para la cena. Fuera, algunas risas se entrelazaban con los pasos apresurados. No todos lograban encontrar el calor de los amigos o la familia. Jerusalén no conocía equilibrios; te abrazaba entre sus calles con la ternura de una madre o bien te entregaba a los brazos de la más cruel soledad en medio de tanto bullicio.
         Todo se había magnificado en las últimas horas, hasta el punto de haberse descontrolado más de lo que ya estaba. Jesús parecía muy cansado, y sus ojos se perdían en la inmensidad cada vez que hablaba de aquel modo tan enigmático. Ninguno –no sé si él- llegamos a sospechar aquella entrada en la ciudad, toda aquella multitud aclamando entre vítores su presencia. Nada iba a ser igual a partir de entonces; y lo sabíamos, aunque el corazón de cada uno de los que lo seguíamos albergara todo tipo de esperanzas, miedos y deseos.
En la mirada serena del maestro se dibujaba la tristeza como nunca antes acertamos a percibir. Algunos lo achacábamos al cansancio, a la tensión vivida o al griterío que ya nos rodeaba casi de un modo permanente. Fue entonces cuando pronunció las palabras que conmovieron a todos, provocando un cruce de miradas tejidas por el aturdimiento… “uno de vosotros, de mis mejores amigos, me entregará…”
Casi todos permanecían recostados, pero Pedro, afanado como siempre en tratar de evitar lo inevitable, se incorporó, endureció el rostro y apretó visiblemente su mandíbula. Buscó con la mirada a Juan; sabía que sólo él podría arrancar del maestro la identidad de quien podría emprender tan alta traición. No fue necesaria palabra alguna, bastó aquella tímida indicación para que Juan apoyara su mano en el hombro de Jesús, que reclinó su cabeza y cerró los ojos mientras escuchaba la súplica de su mejor amigo. Todos, sorprendidos y con el gesto demudado, discutían en pequeños e improvisados grupos.
Sin estridencia y ajeno a cuanta preocupación se respiraba en el salón, Jesús entregó un pedazo de pan untado a Judas Iscariote, que había permanecido inmóvil, circunspecto. De pronto, el silencio volvió a reunir la atención y las miradas de todos. Y de los labios de Jesús se deslizaron misteriosas palabras que sólo Judas podía descifrar…”haz pronto lo que tienes que hacer…”
Sus puños cerrados y el fuego de sus ojos marcaban un sufrimiento contenido desde hace tiempo, un dolor en ebullición y a punto de estallar. Al final, aquellas rodillas hincadas en el suelo sucedieron a un salto con el que buscó con desesperación la puerta. Judas apartó con una mano la cortina para desaparecer entre la tiniebla con que la calle lo engulló.
El aroma de la confusión inundaba el salón; el asombro y el desconcierto mantenían a casi todos inmovilizados, como inhabilitados para cualquier tipo de reacción. Al instante, se centraron en Jesús, quien de nuevo pronunció unas desconcertantes palabras que nadie logró entender. Sin poder mantener un instante más la calma, Pedro se levantó súbitamente y estiró su túnica con decisión. Con cierta suficiencia, y aquella arrogancia tan natural que lo distinguía, se dirigió al maestro… “sabes que te acompañaré hasta el final, que daré mi vida por ti…”
Una ráfaga de aire fresco removió las cortinas, las llamas de luz se vieron amenazadas por un momento, sin que llegaran a extinguirse del todo. Una pena serena recorría las facciones de Jesús. Tras escuchar al bravo pescador galileo, trató de rescatar de dentro toda su ternura para no parecer cruel… “¿con que darás tu vida por mí? Te aseguro que no cantará el gallo antes que me hayas negado tres veces…”
Me pareció ver una lágrima en su mejilla cuando, parsimonioso, levantó la cabeza y nos miró lleno de amor en un intento de endulzar aquella desabrida escena.

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