El paradigma del pionero en el cambio de era.

“Nunca creí que pudiéramos transformar el mundo, pero creo que todos los días se pueden transformar las cosas.”
Françoise Giroud.

La explosión provocó un profundo estallido, y la onda expansiva terminó por derribar cuanto a su paso se interponía como si de un escenario de cartón piedra se tratase. De pronto, segundos que parecen años; años que bien parecen segundos… Una densa humareda se apoderó de la atmósfera silenciosa y polvorienta. El aire pareció huir y sentimos, al momento, ahogarnos entre la confusión y el caos… Quizá todo se parezca; quizá ya nada sea igual; quizá lo único claro entre tanta oscuridad sea la osadía y el valor de levantarse ante lo inevitable.

Todo cambio de era en la historia transita entre décadas perdidas, escenarios en apariencia sombríos cuya realidad completa sólo pudo descifrar el futuro que aún no ha llegado. Sin perspectiva, todo análisis no toma la distancia que genera conciencia necesaria para saberte y saber. Se repite el patrón, la civilización dominante que agoniza se resiste a desaparecer, pero termina por ceder el testigo ante la explosión inevitable, la revolución siempre pendiente y rara vez reconocida por quienes no se acostumbran al cambio.
Parecía inagotable su formato reluciente, parecía venir de lo eterno para ser eterno, pero el paso de la edad antigua a la edad media condenó a la cultura grecolatina al recuerdo, relegándola a la única forma con que la historia se permite mantener con vida lo valioso, el sustrato cultural, ese fantasma amable que se pasea por el tiempo siempre por llegar. Así sucede con tantas otras revoluciones que marcaron hitos, que rompieron la línea de la historia y abrieron un surco en la tierra gastada.
La invención de la imprenta y la vertiginosa circulación del conocimiento, el pensamiento moderno, la revolución francesa y empoderamiento de la burguesía, la mecanización de trabajos tradicionales y el encumbramiento del comercio; las revoluciones industriales, los movimientos y las reivindicaciones sociales, el dardo envenenado del imperialismo, las guerras mundiales, las disputas por el orden mundial y la polarización norte-sur; el desconcierto ante la explosión de la revolución tecnológica y el colapso sistémico que algunos anuncian como fin de una era que agoniza y otra que empieza a emitir sus primeros balbuceos. El tiempo pendiente y el espacio que llega... Se podría hablar del escenario que viene, pero del mismo modo podríamos hacerlo -por qué no- del escenario que creamos.
Mientras tanto, hay quienes, aturdidos en medio de la explosión tecnológica en la que re-evolucionamos, prefieren pensar que, cuando desaparezca el polvo y la atmósfera se limpie tras el estallido, todo habrá sido un mal sueño y cada cosa estará de nuevo en su sitio. Por otra parte, los hay que sopesan que nada volverá a ser igual cuando se disipe la nube marrón que nos ahoga. Sin embargo, existen personas, grupos, organizaciones que centran las claves, con independencia de cuanto pueda venir, en la fortaleza interior de quienes caminan, en sus convicciones, en sus intuiciones y también en su esperanza.
Después de todo, si ante tanta incertidumbre no podemos asegurar qué vendrá, sí nos pertenece al menos elegir quiénes seremos; quiénes serán o seremos los que decidamos mantenernos en pie y, aun sin ver claro el horizonte, comencemos a caminar mientras se asienta el polvo y vuelve a entrar el aire en los pulmones. El paradigma de los pioneros, aquellos que muy posiblemente no fueron los mejores, pero sí los primeros en levantarse para comenzar el camino que mañana otros emprenderán con firmeza. La lucidez es el arrebato incontenible de la inteligencia.

El nuevo entorno de aprendizaje. El educador ante la espiral del cambio.

         "En tiempos de cambios profundos, los que saben aprender heredarán la tierra, en tanto que los que creen saberlo todo se encontrarán bellamente dotados para manejar un mundo que ya no existe más."
Eric Hoffer.
 
         Se agotó el concepto de enseñanza tal cual se ha concebido en los últimos siglos, de la misma forma que en su momento se agotaron algunas fuentes de energía o, sencillamente, dejaron de tener vigencia o utilidad tras alguna de las revoluciones que provocaron determinadas transformaciones. Muchos de los paradigmas que terminaron por imponerse en algún momento contaron con la resistencia, incluso la negación y la oposición, de cuantos se sentían desconcertados por la espiral con la que nos envuelven los cambios no decididos.
Sea como fuere, el cambio se trata de una realidad, un hecho tan controvertido como incontestable. El entorno donde se juega el aprendizaje de la persona ya no depende –si alguna vez lo hizo- de la decisión de los educadores, de los padres, de la familia, de los profesores… El mundo referencial para el niño y el joven se ha dimensionado exponencialmente, y la incidencia de las estructuras tradicionales resulta –como siempre- fundamental y necesaria, pero no podemos seguir negando la nueva configuración e incidencia del entorno de aprendizaje que se abre paso.
El paso de la escuela del contenido a la escuela de la experiencia y la iniciativa no sólo está disolviendo la delimitada frontera que existía entre la enseñanza y el aprendizaje, también entre educadores y educandos, sino que genera esa necesaria y preciada incertidumbre por la que suelen dar comienzo las mejores aventuras, también las educativas. De este modo, el educador que vive y construye en este nuevo entorno de aprendizaje desarrolla unas competencias muy alejadas del estereotipado dispensador de contenido. 
1.   El educador impulsa a valorar. Se trata de ganar la relación educativa desde la razón, el diálogo abierto, la participación. Así,  la aproximación a la propia persona se convierte en un elemento indispensable, generando algo tan potenciador como la construcción de la conciencia de sí y la toma de conciencia del entorno en el que nos desenvolvemos.
2.   El educador ayuda a aprender. Se refiere a ganar la relación educativa desde el gusto por el descubrimiento y el aprendizaje. La relevancia del docente no se basa en el dominio exquisito de unos contenidos; ya existen grandes expendedores de contenido y conocimiento a un clic de distancia. La habilidad para sostener esa experiencia de aprendizaje, para mantener la capacidad de asombro ante los descubrimientos resulta decisiva.
3.   El educador alienta a pensar. Se trata de ganar la relación desde la libertad. El juicio crítico y creativo se forma desde los primeros años; se puede fomentar, incentivar y premiar la aportación de soluciones distintas a los mimos planteamientos. Pero, sobre todo, se puede generar un hábito principal para la persona a lo largo de toda su vida: el pensamiento, y con él, la perspectiva.
4.   El educador enseña a amar. Se refiere a ganar la relación desde el afecto, las emociones. Quien tiene el corazón de la persona lo tiene todo. Aprender a amarse para amar apasionadamente la realidad que se descubre, se vive, se experimenta y se transforma. El desarrollo de la persona va asociado a su equilibrio personal y el equilibrio con que incorpora la vida, el conocimiento, la experiencia, las relaciones… Aprender a querer es principio y motor; lo emocional impacta hacia dentro y hacia fuera. Nos cambia el amor y provocamos cambios por amor. 
         Después de todo, desde la antigüedad clásica se ha tenido la lúcida convicción de que la autoridad no se impone, más bien se concede. Poco más y poco menos, como educadores, que mostrarnos dispuestos a acompañar procesos, sugerir caminos, apuntar horizontes y generar esa confianza necesaria donde el aprendizaje es experiencia, una hermosa suerte de interacción en medio de entornos abiertos y cambiantes donde todos ganan.

Tristeza. La emoción que suspira.

"La tristeza es un muro entre dos jardines".
Khalil Gibran.
Posee rostro, adquiere un contorno definido y desprende el ánimo que, por la razón que fuere, nos invade durante un tiempo inconcreto. Como sucede con cualquiera de las emociones que generamos, la tristeza es una reacción, una respuesta consciente o inconsciente de nuestro organismo que trata de defenderse, ajustarse, equilibrarse, reivindicarse, elevarse, rebelarse, -por qué no- distanciarse… Nuestra tristeza, esa tristeza que incluso llega sin ser convocada, aparece por una experiencia de pérdida, ante un sentimiento de ausencia.
La vida como continuo intercambio, goteo de experiencias, un incesante juego de percepción que no siempre manejamos ni controlamos del modo en el que creemos hacerlo. No dejamos de experimentar transacciones, y en esa suerte de interacción vivimos, representando la realidad a través de esa deformidad receptiva y creativa con la que se nos abre y nos abrimos al mundo. La vida como constructo poderoso sometido a las reglas con que la intemperie somete a toda criatura; la vida como existencia que reclama sentido y anhela llenarse.
Y de esa humana tendencia, de cada elección que hacemos por las personas y las cosas, de tanto buscar y llenar nuestro ser intrépido, de toda decisión que sedimenta las experiencias hasta convertirlas en creencias, está hecho el ser humano. Precisamente de todo aquello que vamos llenando y que consideramos ya pertenencia personal se nutrirá luego la emoción de la tristeza. En gran medida, estamos hechos de los vínculos que creamos, de los apegos, de adherencias, de afectos entrelazados a la realidad que a ratos vivimos y a ratos nos vive.
Es una emoción humana reconocible y muy extendida. No llamamos a la tristeza, pero un buen día –o malo- viene como brisa melancólica, como eco del vacío que requiere espacio. Y llega para quedarse, buscando el sitio que le pertenece, y el que decidimos que tenga. Ya no se irá, pero podemos concederle el espacio justo, incluso tratando de reconocer su legítima misión, aquélla para la que fue diseñada por nuestro organismo.
La tristeza brota de una sensación de pérdida, de la ausencia de alguien o algo –de nuevo consciente o inconsciente- que llenaba una parte de fundamental de nosotros. A veces se trata de un acontecimiento concreto, localizado aunque inesperado, pero en la mayor parte de las ocasiones en las que nos invade la tristeza, no sabemos de qué se trata exactamente. No damos con la razón hasta que un día, cierto momento, ese instante revelador, alguna visión, un olor que inhalamos, o una sensación que nos recorre, hace que de pronto nos percatemos de la pérdida objetiva, de esa ausencia real que nos conmueve por dentro y a la que nuestro organismo responde de la manera más natural que le es posible, con una emoción.
        Sólo hay una fortaleza capaz de tenernos en pie en medio del sinsentido de algunas experiencias límite, aquélla que nos hace conscientes de nuestra humana fragilidad. E incluso en la tristeza que busca integración y espacio en nosotros salimos a flote; nos resistimos a naufragar. Claro que veces -ni bueno ni malo- el único espacio que la libertad nos concede es la propia conciencia del límite y la fragilidad que ante él nos presentamos. Quién sabe si la búsqueda más determinante que emprende el ser humano es la de un sentido, un propósito. Así se explica que ante la opción libre, igualmente atrevida e inconsistente junto al precipicio, haya personas que prefieran siempre la fe a la nada, siempre la fe.

Emotiocracia. Poder y gobierno de las emociones en las organizaciones (y II).

"Tome control de sus emociones de manera consistente y conscientemente, y deliberadamente transforme las experiencias de su vida diaria."
Anthony Robbins.

           A pesar de la intensidad interior que provocan, de todo ese movimiento generativo con el que agitan el organismo, nuestra relación con las emociones no se circunscribe al ámbito intrapersonal, sino que trasciende de la propia persona y genera un inconfundible impacto en nuestro entorno. No es ya que condicionen poderosamente la manera de percibir la realidad y de relacionase consigo mismo, sino que influyen en tu pareja, en el ámbito familiar, el círculo de amigos o el propio entorno profesional.
         Casi siempre de un modo inconsciente, las emociones –como sabemos- construyen estados, y los estados conducen a la conformación de nuestro sistema de creencias, fundamentales por otra parte para la configuración de la personalidad. Así, la habilidad para influir conscientemente en este complejo pero decisivo proceso neurológico otorga cierta potencialidad a la persona; la capacidad desarrollada para alterar, determinar y transformar estos estados proporciona al individuo un dominio sobre su estado –también actitud- que lo diferencia sensiblemente de aquellos otros rendidos al a menudo implacable gobierno de las circunstancias. Precisamente en esto consiste la neuroplasticidad, en la posibilidad de condicionar voluntariamente, y con una determinada intención, el inconmensurable tejido conectivo que juega dentro de nuestro organismo para convertirse en auténtica energía vital.        
         No ocurre por casualidad; se trata de un rasgo que, sin hacerlo mejor o peor que otros, distingue a nuestro tiempo. En la búsqueda y captación de talento por parte de los departamentos de Recursos Humanos de muchas de las organizaciones más avanzadas y que mejor han entendido el nuevo paradigma de desarrollo ésta se ha convertido en una prioridad máxima. Junto a la competencia y destrezas necesarias para el desempeño, las organizaciones con un funcionamiento horizontal valoran una persona con rasgos muy definidos:
1.   Una persona flexible, abierta al cambio. Una estructura personal muy rígida en lo funcional sufrirá en un tiempo marcado por la realidad del cambio y unas organizaciones demandantes de elasticidad mental y emocional.
2.   Una persona con capacidad para reinventarse al tiempo de la misma organización y por necesidad de los objetivos que se van cruzando en el mismo camino. Aunque la meta pueda mantenerse, las rutas no tienen por qué ser siempre las previstas.
3.   Una persona dispuesta a la interacción y al trabajo cooperativo. El trabajo en equipo no será la suma de sus individuos, sino el resultado de la riqueza que genera el trabajo en red. El factor de equipo.
4.   Una persona feliz, equilibrada, multidisciplinar, que busca llenar otros espacios vitales que, al fin y al cabo, redundarán en el beneficio de la organización. Se busca el impacto del efecto contagio en el mundo organizacional. Todo se transmite, hasta el optimismo. 
     Un nuevo funcionamiento organizacional se impone de un modo que determinará la misma existencia y supervivencia de las estructuras, donde aspectos como la motivación, el liderazgo, la conciliación entre la realización personal y cumplimiento de los objetivos de las entidades serán determinantes (Ecología de la organización). Una visión donde –ya lo estamos viendo- la dimensión emocional se ha convertido en una potente correa de transmisión organizacional.

Emotiocracia. Poder y gobierno de las emociones (I).

“No olvidemos que las pequeñas emociones son los capitanes de nuestras vidas y las obedecemos sin siquiera darnos cuenta.”
Vincent Van Gogh.

         Aunque así lo pareciese, e incluso tentados por su atractivo encanto, no se trata de analizar aquí las claves de la pulsión romántica a finales del siglo XVIII y principios del XIX, de dejarnos encandilar –aunque fuera por un momento- por aquella fogosa rebeldía o el inconfundible espíritu enardecido de seres arrastrados por una tempestad tan consciente o inconscientemente buscada…
Bien es cierto que, a la luz de los continuos avances en neurociencia, así como del mayor conocimiento de la estructura y funcionamiento de nuestro cerebro, todo aquello que un día consideramos latigazos del corazón que había que controlar –incluso reprimir- encuentra en nuestros días una explicación más fundamentada. Sabemos que toda emoción no deja de ser una reacción de nuestro organismo a una realidad percibida, vivida; una respuesta articulada y dirigida, con la intención natural de acomodar nuestro organismo a determinado impacto o estímulo percibido. Toda emoción tiene, por tanto, un motivo que atender y, por supuesto, una finalidad para la que surgió.
Nada parece cuestionar el peso y la influyente acción de las emociones en la compleja realidad del ser humano. Somos emoción, emociones que pueden construir sentimientos; sentimientos que a su vez generan creencias; creencias que, al fin y al cabo, alumbran y sustentan la identidad propia y provocan ese conjunto de actitudes, ese abigarrado mosaico de comportamientos que conforman la parte más visible y tangible que también somos.
Aceptada esta influencia, asumido el poder reactivo y creativo de las emociones, comprendidas sus funciones, queda para la persona algo mucho más interesante que este descubrimiento, profundizar en el conocimiento y la gestión de dichas emociones. Abandonar aquella pretenciosa idea de controlar todo, que desembocaba en una autodestructiva espiral represiva, y aprender a gobernar ese tejido emocional tan propio de nuestra urdimbre humana. Después de todo, conocernos añade sentido; nos proporciona, cuanto menos, un mayor grado de consciencia y, muy posiblemente, una creciente sensación de libertad.
Entonces empezamos a pensar –sentir- que el mundo se mueve por emociones, estados y creencias que el ser humano y las 100.000 millones de neuronas que en su cerebro juegan a conectarse (sinapsis) establecen a través de las continuas y diferentes experiencias que proporciona cada instante. Hay estudios que demuestran que el cerebro no decide, sólo justifica la decisión que tomamos, algo que reafirma el planteamiento de que toda emoción puede ser la respuesta de ajuste que se da el organismo para mantener el estado de equilibrio natural.

Por tanto, gobernar las emociones debe ser muy parecido a entenderlas; a, llegado el momento, aliarse con ellas, conspirar incluso junto a ellas, de modo que llegue a valorarse en su justa medida su realidad orgánica y funcional. Con frecuencia se ha apuntado que el buen gobierno es aquel que respeta la naturaleza de lo gobernado y posibilita su realización. Nuestras personas, nuestras familias y grupos de amigos, nuestras mismas organizaciones, tenderán a ser más emocionales en su espacios de realización, tendrán que serlo para encontrar una mayor potencialidad y desarrollo. Más que muros de contención, la brisa o el viento de las emociones necesita de molinos con grandes aspas que generen la energía que la vida requiere y nuestra existencia reclama.