Cuando hablas de correr... El running como forma de vida.


Pudo ser provocado por una incontrolable pasión por el deporte, por un deseo de cambiar de hábitos o incluso motivado por la misma fatiga mental en la que te sentías sucumbir. El caso es que, de un tiempo a esta parte, te atas los cordones de las zapatillas sin dejar lugar a cuestionarte las muchas o escasas ganas que puedas tener. No lo piensas. Y un portazo seco cimbrea la pared antes de bajar las escaleras corriendo…
La práctica del deporte en general, del running en particular, no sólo es saludable en sí misma, sino que mejora a la persona en cada una de sus múltiples dimensiones. Quienes son corredores de fondo experimentan, desde los primeros momentos que se lanzan al asfalto o la tierra, sensaciones revitalizadoras, estímulos insospechados que parecían dormidos en algún rincón de nuestro espíritu indómito.
El runner no sólo añade un hábito –otro- a los ya existentes, ciertamente, aparecen asociados a esta maravillosa práctica deportiva una serie de valores que se trasfieren a la propia existencia. De tal modo que, casi a simple vista, distinguimos a quienes tienen el running como un modo de ser, sí, como una parte ineludible de su organización personal.
Encontramos que mental y emocionalmente te conviertes en una persona mucho más resistente, capaz de proponerte llegar adonde a otros les parece, sencillamente, imposible. Ya no cuestionas ciertos elementos de voluntad o disciplina, que pasan a convertirse en valores incuestionables. Entiendes, llegado el instante, que no siempre es cuestión de ganas, sino de corazón. Y tras el primer paso viene el segundo, para después afrontar el tercero y, así, los que estén por venir…
Aunque lo intentas, a veces no logras, como te gustaría, vaciar tu mente de ciertas cuestiones que ocupan tu pensamiento –trabajo, no trabajo, familia, amigos…-, pero tienes la certeza de que corriendo te permite verlas de otra forma, aupado hasta una perspectiva enfocada por el esfuerzo de una carrera o un trote suave. Sin quererlo, inmiscuido en esos pensamientos, te sorprendiste acelerando el ritmo, como buscando igualar intensidad de pensamiento con intensidad de entrenamiento. Quizá no solucionaste nada, pero lograste verlo de otro modo. Y sigues en la brecha sabiendo que será cuestión de tiempo y espacio, tiempo y espacio que convertiste en el aliado que no pocos perciben como enemigo irredento.
No te paras fácilmente. Eres consciente de que cada meta no es sino el necesario punto de apoyo y referencia para el siguiente reto que te impones como modo de sentirte vivo. Te gusta correr en grupo y compartir sensaciones, pero, si no es posible, te calzas las zapatillas y te dispones a devorar ese espacio que la vida te ofrece como camino para ser más tú.
Corre, a diferencia de lo que muchos puedan pensar, sabes que no huyes, buscas. Corre, avanza, un buen día, a golpe de zancadas, descubres que el camino es parte indisociable de la meta. No te lamentes por el esfuerzo, será más valioso llegar, y para cuando hayas alcanzado la meta habrá quienes, abrazados a justificaciones de cristal, ni siquiera se atrevieron a intentarlo.

Coaching. Del encanto logócrata al arte de con-fluir.


Por mucho que nos empeñemos en aplazarlo, llega siempre ese momento crucial al que te enfrentas con tu más indulgente enemigo, el más compasivo, aquél que puede dañarte incluso sin notarlo con el mismo aire que respiras, tu sombra, esa versión cómoda y desapasionada de uno mismo. Es como si estuviéramos apostados en las faldas de nuestra propia montaña, en esas primeras estribaciones que anuncian la pendiente exigente que viene, y entonces nos asalta la duda, la primera y más desconcertante inseguridad, ésa capaz de zarandear las que hasta ese momento crees tus seguridades.
Con el propósito de afrontar con cierta garantía las situaciones complejas que nos asaltan, nos planteamos la búsqueda de la mejora personal, una mejora que se quede, aquélla que supere la informe complicidad de los estímulos externos. Y, a menudo arrastrados por la atmósfera competitiva que nos envuelve, nos afanamos en la configuración de una estructura personal dotada de los más valiosos recursos. Empujados por un despechado arrebato de dignidad, tratamos de dotarnos de aquellas herramientas que gestionen con éxito esas imprevisibles circunstancias.
Y en medio de ese mar embravecido en el que navegamos aparecen métodos de trabajo de toda naturaleza e intención para personas, grupos y equipos. Todos y cada uno de ellos tratan de aportar esa mejora que contribuya decisivamente. Y entre esta catarata de sistemas aparece el coaching, al calor del que ha surgido una abigarrada serie de propuestas, muchas de ellas interesantísimas, pero también encontramos algún que otro desenfocado intento, reducido a gruesos e ineficaces recetarios que pretenden elevarse a la categoría de pócimas, acciones que terminan cayendo en un conjunto inconexo de consejos que tratan de ingerirse en cómodos y reconfortantes plazos.
Parece que descubrimos en el coaching algo más que una pose estética esculpida por el exquisito dominio de un arte, la oratoria. Sí, más allá del universo logocrático en el que susurran voces almibaradas, encontramos corazones capaces de despertar espíritus adormilados.
Se trata, por supuesto, del potencial de la palabra sobre los labios, entrelazada en la mirada penetrante, agazapada entre gestos sonoros, el poder del mensaje prendido a unas manos rebosantes y cosido a las emociones de personas dotadas de un don especial. Pero no sólo de eso. Hay entre las rendijas de su acompasado discurso un embriagador aroma a vida que impulsa y estalla sin remisión. Incontenible, el hambre voraz que suscita dentro todo coach hace estallar las costuras del alma anestesiada, para sentirse por fin capaz entre un mundo por las sombras bañado.
De este modo, no genera adicción, no subordina ni establece relaciones de dependencia, el verdadero coach libera y no ata a nadie a su suerte o influencia. Llegado el momento, se va sin ser notado, porque la fortaleza creada surgió del interior de la persona, del círculo íntimo del equipo; y en ese poderoso ejercicio basa su sentido, en el descubrimiento convertido en recurso de buscar dentro las posibles respuestas que requiere lo de fuera. Así parece entenderse la interacción creativa del coaching, en ese maravilloso despliegue que provoca el inagotable arte de sugerir.

Trayectoriedad. Importancia del bagaje en la visión.


En ocasiones puede tratarse de un imperio, de una infranqueable nación; otras veces toma prestado el rostro firme de una empresa poderosa, aunque también puede adquirir la tibia expresión de una entidad muy valorada o –incluso- llegar a adoptar la estructura de una amable y relevante institución. El caso es que, por encima de sus ciclos, llama la atención en todas ellas esa capacidad para matrimoniar con Cronos, viendo caer a otros tantos voluntariosos pero ineficaces intentos de agarrarse en cada curva de la historia.
Muchos de los especialistas en el mundo de las organizaciones se preguntan cuál puede ser la fórmula de la que se valen algunas estructuras para resistir las acometidas con las que embiste el tiempo. Se afanan en la discusión sobre la piedra filosofal que provoca que ciertas instituciones dispongan de esa elasticidad dispuesta siempre a encajar en aquellos espacios que cada capítulo de la historia concede.
Para quienes se dedican a este tipo de análisis, parece decisiva, pero lo cierto es que esa singular habilidad de estas entidades para permanecer debe ir mucho más allá de una esencia valiosa en la que inspirarse y de la que valerse. ¿Cuál es entonces el secreto, cuál la naturaleza de su estructura resistente y perdurable, cuál la propiedad de sus profundas raíces o el encanto de sus apetecibles frutos?
Hay algo que convierte a estas organizaciones en inigualables aliadas del tiempo, pudiendo ser una de las claves que las distinguen, precisamente, una interpretación soberbia sobre el sentido del pasado, el valor del presente y –cómo no- la necesidad de ganar el futuro. En definitiva, algo que daremos en denominar como el principio de trayectoriedad. De su conocimiento más o menos consciente, pero sobre todo de su singular aplicación, de su buen uso viven estas entidades que parecieron pactar con el implacable ejército de lo eterno.
Este principio de trayectoriedad advierte de algo esencial. Tener algo o mucho de historia no garantiza el futuro a una institución, pues siempre hay que ganarlo y, por tanto, merecerlo. Ahora bien, incuestionable el presente de todo proyecto, nadie entre quienes forman parte de éste discute la importancia del bagaje en la visión de una estructura organizativa. Entonces, la trayectoriedad es el aprovechamiento del pasado como bagaje, como ese peso necesario para no dejarse arrastrar por el viento al lugar no elegido. El bagaje como código, como esa información esencial y universal que traspasa los obstáculos que traen los caminos desconocidos, que derriban los muros elevados que levantan las culturas.
Pero al mismo tiempo, en su buen uso, el principio de trayectoriedad implica una visión nítida, elegida y compartida por cada uno de quienes forman equipo en esa estructura. La visión siempre como el espacio al que dirigirse y en el que como organización poder seguir siendo más allá del momento presente. La visión como el lugar en el que nos reinventamos para no dejar de ser lo que en esencia somos, allí donde espera cada promesa sugerida entre los brazos tiernos del pasado que fuimos y el presente que tocamos. La trayectoriedad como concepto y principio operativo, como el inaplazable presente que introduce en la visión el valor del bagaje. Trayectoriedad, la posibilidad de ser sin perder aquello que fuimos y que nos trajo hasta el lugar de hoy; pero también aquello que nos llevará al espacio de mañana… Trayectoriedad, la historia como futuro.

Los hermanos Karamazov. La fuerza implosiva de las emociones.


¿Le ha ayudado alguien a cultivar su razón, se ha cuidado alguien de educarlo, recibió algún afecto en su infancia? (…)
Amo con dolor nuestro pasado.
Fiodor Dostoyevsky


La exposición del individuo al mundo viene marcada y determinada por la condición vulnerable de su ser. La huella del otro -de lo otro- ejerce una indefectible influencia en la estructura emocional de la persona. Desde el momento en el que nacemos se produce una paulatina apropiación de lo ajeno y extraño que se va adentrando de un modo irremisible en los elementos más constitutivos de esa incandescente individualidad que es el ser humano.
Asistimos en Los hermanos Karamazov de Dostoyevsky al arrogante e inevitable triunfo de la subjetividad más implacable e invasiva. El mundo, en su armónica belleza, termina por descomponerse en ese particular roce con el tiempo y las circunstancias que impone su sucesión caprichosa. Ese mundo, en esencia desconcertante, sucumbe a la espiral irracional de las pasiones; se ve sometido al caos que la percepción genera, a la verdad inconsistente pero cierta que teje toda frustración y que –sólo después- trata de reparar, con desigual e infructuoso acierto, la culpa que a su paso deja.
El mundo -entonces- se siente claudicar, desiste de su ofrecimiento cristalino para quien lo contempla, también de esa vocación idealista a la que se sentía llamado para presentar la realidad. Y de pronto, nos encontramos cómo se eleva a categoría de verdad sólo la realidad ya interpretada, pensada, sufrida, apreciada…; toda aquélla, en definitiva, que filtró el oscuro pasadizo de la subjetividad atrevida y rebosante.
El argumento se retuerce como río maduro, entregado al vaivén de una tesis concluyente. A través de los personajes de la obra nos adentramos en un meticuloso rastreo del mapa emocional humano, donde se trazan los perfiles más sinuosos y abruptos de los individuos, aquellos que se ven abocados a la inexorable condena que las relaciones sin escrúpulos provocan. Personajes que deambulan, sin tregua posible, en el círculo negro de los prejuicios y sus desmesurados juicios. Personajes sin oxígeno, sin tiempo en el que puedan cicatrizar la herida moral que provoca el insalvable abismo en el que la novela los mece. Personajes agotados, devastados por la fuerza implosiva del tormento en el que se sienten sucumbir.
En el corazón de su propia desventura, en sus acciones desesperadas, los personajes huyen para dentro, ciegos por la duda, consumidos por la posibilidad de la fe, ateridos por el frío que la urgencia de la conmoción inflige. Como si poco importara, un descorazonado idealismo agoniza entre las feroces fauces de la degradación y la febril desesperanza de sus vidas.
Al final, después de todo, una puerta entreabierta que advierte vibrantes certezas: el efecto reparador de la clemencia y el poder abrumador y reconstituyente del amor. Y al calor de ese fuego, la serena convicción de que la verdadera lucha personal se empeña en poner a salvo la esencia, para ser siempre en y desde ella. Esperanza a pesar de todo, esperanza entre la duda y la fe.