“…los amó hasta el extremo.”
Juan 13, 1.
El camino
desde Betania fue agradable; una delicada brisa traía el olor fresco de aquella
primavera aún agazapada y tímida. El sol agonizaba frente a nosotros, pero seguía
empeñado en acariciar la parte alta de los muros del Templo cuando cruzábamos
la muralla de la ciudad. Jerusalén hervía aquel primer día de los ázimos, en
plena celebración del Pésaj. La animada conversación nos condujo hasta la casa
que habían preparado Pedro y Juan por indicación del Maestro.
Entramos a una
sencilla pero muy cálida estancia, donde varias antorchas iluminaban
suficientemente la sala. Ascendimos una planta; en el rostro de todos se
dibujaba la satisfacción de poder agradar y compartir con Jesús aquella Pascua.
El intenso aroma de las hierbas en la mesa y el cordero preparado elevaron
nuestros sentidos; el vino esperaba impaciente en su vasija aquel banquete
entre buenos amigos.
Sin abandonar
conversaciones de intermitente complicidad, cada uno fue sentándose hasta
terminar recostándose en torno a aquella mesa. El nazareno, en cambio, apenas
había pronunciado palabra alguna a lo largo del camino. No llegó a acomodarse del
todo cuando, despojándose de sus vestidos para sentirse más cómodo, tomó una
toalla entre sus finas manos.
Aquella
iniciativa provocó que todos centráramos nuestra atención en aquel calculado gesto.
Su mirada permanecía concentrada en el inesperado ceremonial. Sin abandonar
toda la sutileza con que decoraba sus movimientos, y esbozando una leve
sonrisa, echó un poco de agua en el viejo lebrillo que cogió de una esquina del
salón. Entonces nos mirábamos entre atónitos y expectantes unos a otros, contagiando gestos de media sonrisa y algún brazo por encima de nuestros hombros.
Se acercó
hasta el primero de nosotros, desató con habilidad sus sandalias y comenzó a
lavar lentamente sus pies. Así a todos; hasta llegar a Pedro… ¿tú lavarme a mí los pies, Señor? Ni hablar…
Jesús dejó que un breve silencio concitara nuestro corazón, levantó entonces
su cabeza mientras también desataba las desgastadas sandalias de aquel
pescador; lo miró con inolvidable dulzura… Claro,
Pedro; lo que hago no lo entiendes ahora, pero llegarás a comprenderlo, ¿estás
conmigo o no?...
El enérgico y
temperamental galileo cerró sus ojos y apenas pudo contener un suspiro con el
que pareció entregar sus adentros… Lava,
Señor, no sólo mis pies; lava también mis manos, mi cabeza… Pedro era así;
su rudeza podía arañar sin aparente contención, pero aquella nobleza sólo se encontraba
en el alma de quienes no presentaban pliegues en su corazón abierto y
dispuesto.
Ya todo parecía
estar en armonía. Jesús tomó de nuevo su manto y avanzó hasta Juan para ocupar
su lugar en la mesa… No todos estáis
limpios, pero, ¿comprendéis lo que he hecho con vosotros? Hacedlo entonces
también unos a otros, y así con todos… La profundidad de sus palabras se
confundió con el deseo de probar el vino y compartir el pan y el cordero. Un halo
de melancólica tristeza bañaba su mirada perdida cuando sus manos comenzaban a
elevar el pan.
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