“Si el Señor DIos me ayuda, ¿quién puede condenarme?”
Isaías 50, 9.
Sus pasos eran
decididos en medio de aquel río de gente que trataba de esquivar sin demasiado
éxito. El tumulto, arremolinado en alguno de los numerosos puestos de
intercambio, hacía casi irrespirable el aire de aquellas polvorientas calles. Pero,
aún así, no acertaba a despegar la vista más allá del camino que se abría ante
sus pies castigados. Quería pasar inadvertido, algo que en esos días no era
difícil en Jerusalén.
Al fin llegó hasta
la parte alta de la ciudad, en las proximidades del Templo. Tras haber
anunciado tímidamente su llegada y después de una breve espera junto a la
puerta, Judas fue invitado a pasar por uno de los criados del sumo sacerdote… espere aquí… acertó a escuchar de los
labios de aquella figura que desapareció como devorado por la estancia siguiente.
El silencio inundó de pronto el espacio, sólo interrumpido por el eco discreto
de una conversación lejana.
Se notaba temblar en aquella vacía y, por un
momento, eterna soledad; no alcanzaba a desprenderse de la tensión vivida en las
últimas horas. Aquel desconcertante nazareno provocaba en él los sentimientos
más encontrados, aquéllos que habían conseguido herir su espíritu rebelde,
aquéllos que templaron el ardor de su corazón inquieto y controvertido. Sentía que
pocos –quizá nadie- llegaron a tocar tan dentro de su alma como Jesús y, sin
embargo, se sentía extrañamente decepcionado. Todo parecía ir por donde esperaba;
entonces, ¿qué cambió?, ¿quién cambió…?
Un frío
inexplicable recorrió su cuerpo de arriba a abajo. No cesaban de dar vueltas en
su cabeza las numerosas experiencias que junto con el galileo compartió hasta
su llegada a Jerusalén, ésas que su corazón ya guardaba tan dentro de sí que
parecían formar parte inseparable de su propia persona desde siempre. Sin haberlo
decidido, volvió también su mirada atrás; una centelleante luz solar enmarcaba
la puerta por la que había entrado; y sólo entonces sintió algo de alivio. Dio
un leve paso atrás sin ni siquiera girar su cuerpo, por un momento dudó…
Te esperábamos; estábamos convencidos de que
vendrías… La
voz de Caifás sonó tan rotunda que parecieron huir hasta las sombras del salón.
Su contundencia delataba la firmeza con que la reciente reunión del Sanedrín
había tratado el asunto de Jesús. La supuesta resurrección de Lázaro precipitó
los movimientos del grupo de los saduceos, muy preocupados por la agitación que
se respiraba en torno a ese tal Jesús.
Cierto desprecio
asomaba en el rostro de Judas; apenas contuvo el aliento, trató de respirar
hondo y fue entonces cuando miró con calculada frialdad a los pocos ancianos
que se encontraban con el sumo sacerdote Caifás… ¿Qué estáis dispuestos a darme si os lo entrego?... Se cruzaron las
miradas primero ellos, como confirmando el cumplimiento de los planes previstos;
después, irguiendo su gesto, Caifás entrelazó ceremoniosamente sus manos… 30 monedas de plata; así será; calcula el
momento y procura que sea lo más discreto posible…
El criado
irrumpió inesperadamente en el salón, como devuelto de la nada. Con un sencillo
ademán señaló a Judas la misma puerta por la que había entrado. El ruido de la
gente, su alboroto sencillo y natural, pronto sumergió a Judas en la
descontrolada realidad que como presagio pesaba en su alma.