Saramago, en Caín, permanece fiel y coherente a esos planteamientos vitales que
jalona el conjunto de su obra. Por tanto, desde el principio nos sumergimos en
una melancolía sabiamente agitada, una melancolía desplegada como sonido
monocorde que con compasiva ternura mece el tiempo que nos devora; también
atrapa en Caín su irreverente
nostalgia, como pesado abrigo de la gélida existencia que atormenta; su aroma a
inevitable caos y su despechada dignidad ante la experiencia de desprotección.
Con la misma
densidad con que el aire pesado se atrinchera en su Lisboa vieja y eterna, fluye
en Saramago una tristeza honda y sincera, atrapada en el sabor del reproche que
a la presunta totalidad lanza con la valentía del perdedor convencido. Cierto,
no hay lamento, tampoco concesión alguna a la compasión; se trata de un
reproche abierto y directo a lo encontrado por la conciencia humana en un mundo
no buscado.
Se
visten sus renglones profundos, sus atropelladas páginas, de un grito
desgarrado hacia adentro, desembocando, como siempre, en agonía que se desangra
ante la posibilidad imposible. Araña su percepción de lo
religioso-trascendente, esa dignidad intelectual ante la derrota que le
infringe su incursión en esta dimensión o –si se quiere- la victoria de la duda
y la zozobra como respuesta posible y última. Entre el suspiro que destilan sus
conceptos se avista la nada que espera tras el todo de la vida.
De ahí que
sitúe al ser humano ante un horizonte demacrado y siniestro, de inconcreta resolución,
un horizonte sin sentido, donde sólo hay camino, senda, sin el motivo que alguna
meta pudiera proporcionar a modo de estímulo vital; el ser humano atrapado en
su propia existencia que lo postra y reduce a mero testigo panorámico de la
crueldad de Dios para con el mundo, donde la persona se siente arrojada y casi
despojada de su libertad y dignidad.
Encontramos en
su Caín la personificación del
reproche incontenido a Dios. El escritor juega a admitir su existencia para
fotografiar y revelar una personalidad oscura, fría, distante, intransigente con
los protagonistas de la creación. Nada
refleja integridad, todo es huida y retorno, todo transcurre en la distancia
que se concede a escapar para volver al lugar en el que te reconociste
indefenso y solo ante el mal. Allí donde, como indiscreto espectador, asiste el
Creador a la obra raída de sus entrañas. Siempre, como telón de fondo, el sinsentido
de todo tipo de sufrimiento.
Saramago, la triste
libertad; una conciencia rendida a esa desapasionada lucidez con que esculpe
emociones y razones. Arrinconado en cualquier lugar por las fauces del tiempo,
con el cincel del lamento aspira continuamente a reproducir y dar forma al alma
del reproche humano, a concretar aquella herida en carne viva que hace encoger
el espíritu. Se trata del surco que abre la pasión descreída elevada a
literatura, se trata del curso del controvertido río que desemboca en la nada eterna.
Eso, Saramago como el autor-relator del todo de la nada. Saramago, una vez más,
como serena agonía que espera disconforme y locuaz en ningún lugar; la palabra
y la voz como creativa ironía de alma grisácea y amargo vestido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario