La existencia desnuda. Donde el ser comienza a ser. (Imprudencias sobre El hombre en busca de sentido)

“La vida cuyo sentido último dependa del azar o de la casualidad para mantenerse viva seguramente no merece la pena ser vivida”
Viktor Frankl.

         ¿Qué cabe esperar del destino cuando te sientes devorar inexorablemente por él?, ¿cómo reaccionamos ante la percepción cruel del límite o el descontrol absoluto de lo que supuestamente controlábamos?, ¿cuál es la esperanza que queda ante la ausencia de reglas a las que atenerse para continuar con vida? Al fin y al cabo, en medio del pánico en el que se siente zozobrar cualquier ser humano, puede que el verdadero drama de la existencia sea carecer de sentido, del propósito que éste dispensa y la acción a la que compromete.
La exaltación del tiempo cronológico, la concepción longitudinal de la existencia puede ensombrecerlo, apartarlo, pero nunca llega a ocultar del todo el sentido más profundo de la existencia humana, el tiempo ontológico, aquél que subraya y potencia el protagonismo del ser. Así, ante lo inevitable de las grandes reglas del juego, ante la pujante y en ocasiones desconcertante fortaleza de lo contingente, sólo ese sentido proporcionará sentido a todo.
El tiempo ontológico requiere una decisión fundamental para la persona, no otorga el poder a las circunstancias ni entrega toda posibilidad de realización a lo externo, sino que crea, confía en ese potencial que convierte al ser, desde que así lo decide, en expresión auténtica y máxima de lo posible, sí, traspasando esa difusa frontera que no pocos llaman lo im-posible.
El gran campo de concentración al que puede someterse nuestra todopoderosa modernidad es al del olvido de quiénes somos, ése que provoca la muerte en vida de nuestra propia identidad, al que arrojamos nuestro corazón para que sea despedazado por la indolencia y la apatía, doblegados por el hastío de todo. Quizá no se trate hoy de la experiencia explícita del horror, el terror, la angustia, la desolación o la total desnudez que provocaron los campos de concentración y exterminio. En cualquier caso, sabemos de ese hondo vacío que inocula la aniquilación de la emoción por la razón que fuere, de la del ser desprovisto de la dignidad que le fue conferida y desde la que se siente interpelado a ser en el mundo.
Al asumir el valor madurativo del sufrimiento inevitable, al descubrir su dimensión también potenciadora del ser, llega la hermosa posibilidad de descubrir tu propósito, y llega el riesgo de esa decisión que marcará la diferencia en tu vida, aquélla decisión que sabes la hará única. Entonces tomas conciencia de ti en el mundo, sientes el espacio y el valor de tu libertad, tomas la iniciativa y por fin te conviertes en responsable de tu existencia dentro de las grandes reglas ya dadas.

La capacidad de autotrascendencia –la voluntad de sentido- sólo es propia del ser humano; descubrirla y desarrollarla forma parte indisociable de su realización más profunda. Entonces, el tiempo ontológico se eleva sobre el tiempo cronológico. Después de todo, como Viktor Frankl advierte en las últimas páginas del libro, “la libertad no es la última palabra; es una parte de la historia y la mitad de la verdad”. 

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