De la trinchera al camino. (Imprudencias sobre Evangelii Gaudium)

“Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle,
antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad
de aferrarse a las propias seguridades”
Francisco, Papa de la Iglesia.

Toda una declaración de intenciones para un mundo –sobre todo intraeclesial- desapasionado, que no palpita, que tiene la queja como bastón y el victimismo por bandera. Pero también para un mundo en el que no parece haber espacio para los demás, donde emerge un individualismo racionalista de conciencia aislada y recurrente autorreferencialidad. Una exhortación encendida, de profunda provocación, que no cae en el dogmatismo huero o en una acomplejada normatividad; una exhortación llameante, destinada a un mundo interconectado y sobreinformado que continúa buscando una alegría que perdure más allá del instante que se nos va.
Derriba Francisco la barricada que la soberbia y no pocos temores infundados levantaron, abandona la trinchera del miedo, animando al sendero que nos acerca al mundo que no deja de caminar. Una eclesiología pastoral cercana, abierta, creíble, comprometida, se abre paso. Incluso el mismo concepto del magisterio papal abandona ciertos ribetes de infalibilidad que lo alejaban de la contingente y humana realidad. Aparece entonces una Iglesia que surca caminos nuevos, sin miedo a la sinuosidad del terreno que se abre a sus pies, ni temor a los horizontes difusos que se recortan en la lejanía. Una Iglesia sin miedo a salir de la trinchera paralizante que cavó como refugio estéril, como monumento a la amenaza inexistente o a la desconfianza en la propia providencia.
Reverdece el paradigma del encuentro, de la experiencia constituyente de Dios; se hace incuestionable la contundente fortaleza de la Alianza que el Éxodo nos regala. Y acontece esa apertura valiente, dispuesta a la peregrinación que enriquece. Se abandona  esa innecesaria urgencia de permanecer al mortífero calor que el refugio de la estructura dispensa, ése que estrangula y asfixia el mensaje más genuino… Sea como fuere, la superación de esta introversión eclesial alumbra nuevas estancias, nuevos espacios y, sobre todo, nuevos caminos que regalan nuevos horizontes.
Ante el riesgo evidente de perder el aroma fresco del Evangelio, surge un replanteamiento de objetivos, estructuras, métodos, estilo…; una renovación de formas y lenguaje que no temen “mancharse con el barro del camino”. Sí, con un único y principal temor, el de acaparazonarse y alejarse del mundo al que somos enviados.
Y todo para ser la sal y la luz en la “cultura del descarte”, allí donde quedan todos los sobrantes, el deshecho del mundo que emerge en esta “globalización de la indiferencia”, donde reina el desafecto. Una visión antropológica en la que el ser humano queda reducido, mutilado en su concepción y también en su aspiración, donde se crean seres domesticados e inofensivos, dependientes. Una Iglesia llamada a ser en ese peligro, en el del mundo escindido, un mundo excluyente donde los nuevos fundamentalismos serán una de las posibles consecuencias de ese galopante y maltrecho racionalismo secularista que agoniza entre hirientes dentelladas.
Una Iglesia que tendrá que afrontar la grave crisis del vínculo y el problema del desencanto. Una Iglesia que tiene la tarea de mostrarse y mostrar su mensaje limpio y directo, sin reducirse a la realidad de un  dogmatismo ramplón o un liturgismo desmedido. Una Iglesia que reaviva el valor de la credibilidad, sin manifestar mayor preocupación por mantener las verdades a salvo que por encontrarse con el mundo en la intemperie de la historia, de cada historia. En definitiva, la promoción integral del ser humano debe conducirnos con valentía a la propia superación del asistencialismo de un mundo que se empeña no arreglar del todo la grieta.
Ahora que el desierto espiritual parece acabarse, debemos saber si estamos dispuestos a transitar el camino que Dios nos sugiere, hacerlo nuestro en su dureza providente, y dejarnos seducir finalmente por aquella hermosa “revolución de la ternura” que un tal Jesús vivió y nos ofreció.

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