Algunas situaciones que la actualidad
nos ofrece lo están haciendo visible. Para quienes aún consideran que la forma,
en sus diferentes posibilidades de expresión, tan sólo es la parte obligada y necesaria,
pero prescindible, de todo fondo, pueden encontrar argumentos suficientes para
replantearse dicho postulado o convicción personal.
Las
imágenes con que los gestos del Papa Francisco van devorando portadas de los medios de
comunicación, la multitud de comentarios que surcan las redes sociales, también
el eco que como murmullo de lo divino provocan sus palabras, han concitado la
atención de los indiferentes e incluso de los más aversivos hacia los postulados
católicos.
En cualquier
caso, llegados hasta aquí, cabe la posibilidad de que el Papa Francisco no
tenga planteado un cambio profundo en el corpus
dogmático que apuntala los contenidos de la fe, quizá tampoco esté entre sus medidas un movimiento
revolucionario en la estructura funcional
de la Iglesia –o sí, quién sabe-, pero bien es cierto que parece tener muy
calculado desde dónde puede iniciar esa transformación tan necesaria, aquélla
que muchos esperan, aquélla que definitivamente acerque los miembros de la Iglesia de Cristo a la
realidad siempre profunda, radical e inevitablemente transformadora del Evangelio.
No se trata de
gestos vacíos o palabras huecas abocadas al inevitable precipicio del olvido, al
acantilado ineludible por donde suelen desfilar las sentencias de nuestro
tiempo. Todo en Francisco parece tener el aroma envolvente de la contemplación,
el reposo discreto pero contundente de cuanto procede de esa experiencia honda
que sólo la interioridad conquistada regala. Y así, golpeados por ese
particular ascenso al monte Tabor, nos parece asistir a la hermosa re-conquista
de la sencillez, a la apuesta firme por la proximidad y la normalidad, al
encuentro con el alma clara y generosa que nuestro espíritu siempre espera.
Como escapado
de un Rembrandt místico y tardío, su
mirada y sus manos abrazan el corazón más lejano, el de cada uno, el nuestro. Y
la re-conquista se hace inevitable realidad cuando sus gestos y sus palabras
traen el color de esa deseada atardecida en la que imaginamos al nazareno
conversar serenamente con sus discípulos. Y la re-conquista se vuelve
irreversible acontecimiento cuando sientes abrazada y perdonada de nuevo tu
humana impureza, sostenida por momentos tu humana fragilidad.
No se puede
explicar de otro modo. La tierra, agrietada por la sequía, clamaba la lluvia
fina que llenara su necesidad escondida pero manifiesta. El conjunto de la
sociedad –también la cristiana católica- asiste a una sintonía ya conocida,
pero muy esperada. Ni siquiera la huida de un liturgismo excesivo que a muchos confundía puede interpretarse como una simple moda de temporada
eclesial.
Existe en la elección de toda forma o gesto una inevitable vinculación, una referencia inequívoca, e incluso -en ocasiones inadvertida- una sencilla pero viva trasgresión que agita al fondo que nos remite. Además de lo que legítima y respetuosamente muchos puedan en libertad pensar, hay
quienes quieren ver hoy, en este momento, la expresión libre y rotunda del
Espíritu, aquélla que brota de entre los renglones rebosantes e incontenibles
de las Escrituras para hacerse Vida en
cada esquina de la historia.
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