Del perdón y su delicada realidad.


"El que es incapaz de perdonar es incapaz de amar".
Martin Luther King


El abatimiento o la desesperanza que en ciertas ocasiones nos desangra por dentro hasta dejarnos vacíos no vino para quedarse. Convencerse en medio de alguna dificultad de que hay y existe salida parece estar reservado sólo para quienes descubrieron el valor de la esperanza. Pero hay mucha esperanza en ti –más de la que crees-, aunque experimentes que el perdón más difícil de conceder es aquél que tú mismo te reclamas, pero pocos tan reparadores y necesarios.
No existe el perdón. En verdad, por duro que pueda parecer, no tiene entidad propia ni posee capacidad alguna para representarse a sí mismo. Incapaz de elevarse por sí sólo, el perdón es un satélite apagado que sólo luce esplendoroso cuando una estrella emite su luz generosa y palpitante. No existe el perdón, como tampoco existen para lo mejor quienes lo exigen o lo utilizan descontextualizado, apartado de su esencia y desprovisto, por tanto, de su naturaleza y verdadero sentido.
Necesita el perdón, como realidad, la matriz desde la que puede ser y expresarse en plenitud. Necesita el perdón, como el caminante sorprendido por la noche en los caminos, la certeza de saberse en los brazos más seguros y dispuestos, firmes y resistentes, pero también los más tiernos y comprensivos. Necesita el perdón, por tanto, nacer desde donde sólo puede crecer… para no morir en cada intento.
Al fin y al cabo, el perdón no es sino el rostro posible del AMOR que en algún momento de nuestra vida necesitamos sentir y experimentar para rehabilitar nuestro frágil corazón. El perdón como parte de una realidad mucho más profunda que desprende cuanto el receptor necesita. Sí, es el amor el que existe como realidad y el perdón como experiencia; el perdón es –tan sólo- la cara del amor que, por alguna razón que nosotros sabemos, necesitamos vivir. Y no sentimos su poder reparador hasta que no escuchamos limpio el repiqueo de nuestros latidos.
Respiremos y expulsemos el aire contaminado que dentro podamos tener. El lamento, como la queja, no es más que un suspiro que equivocó la dirección correcta, y muere dentro para resurgir de nuevo. Rompamos esas pesadas cadenas que nos amordazan, que reprimen cada intento de salir de ese desierto en el que deambulamos entristecidos. Se trata de liberar definitivamente nuestro ser de todas esas pequeñas cosas que terminan por exclavizarlo.
  Entonces, entrelazado a las horas y los días, apegado a tantas personas con las que compartimos vida, sólo entonces, sentimos que aquello que experimentamos como perdón es en realidad el AMOR que alguien centrifugó para que, en algún momento, estallara hasta acariciarnos con la brisa de la tarde, el reconfortante cobijo de un abrazo o la textura inolvidable de un beso.

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