Nada
ni nadie de lo que hay aquí, permanecerá.
¿Para
qué, pues, todo?
Liev Tolstói
De
pronto, arrinconados los personajes por el asedio incontenible de las emociones
y sus turbulentas reacciones, todo convencionalismo adquirido, todo el decoro y
las formas estallan como las costuras de un corsé que definitivamente cedió a
los imperativos más implacables de las leyes físicas. Como si de un caudaloso
río se tratara, los sentimientos se
convierten en el sedimento siempre punzante de esas emociones que apuñalan cada
recoveco del alma inocente y abierta.
Resueltas
las necesidades primarias, la búsqueda de cuanto llene al ser humano se torna
en incesante e ineludible forma de vida para unos personajes moldeados por los
contornos estereotipados de las élites rusas de finales del XIX. Asistimos
entonces, en un continuo cruce de caminos que en ocasiones agota, a la gélida lucha que se libra en medio de
las solitarias compañías, a la supervivencia en un mundo personal en el que
la moral no está ni asumida ni integrada. Y es ahí donde las obligaciones
impuestas conducen de manera irremediable a esa hipocresía en las que se
arrastran trágicamente las relaciones de la aristocracia decadente del zarismo
demacrado y agonizante que fotografía Tolstoi en Ana Karenina.
En
una estrecha pasarela de personajes problemáticos y graves, superados en cierto
modo por sus circunstancias, transita serena la obra desde un centro de
gravedad que sostiene dos historias en las que plantea el autor su particular tesis sobre el modo en que
las personas gestionan ese tormento personal en el que se llega a tocar el
vértigo del desequilibrio vital. Como rastreador de la congoja humana, nos
presenta Tolstoi ese tormento que derrumba y tumba, y lo distingue de aquel
otro tormento que termina, después de un largo desierto, por reconstruir a la
persona.
Sintetiza
Ana el daño irreparable que ejerce la
presión externa e interna sobre la persona, primero aquélla que impone un
entorno inmisericorde, represivo, tan implacable con los otros como
autocomplaciente consigo mismo. En segundo lugar, la presión con la que uno
mismo se lastima hasta horadar las paredes del corazón, donde la inseguridad y los celos descorren el
velo de la interioridad para descubrir la desnuda inestabilidad en la que deambula
el ser. Ana como el
desmoronamiento y la caída, como el tormento hacia las tinieblas.
En
contraposición y paralela cercanía, muestra el personaje de Levin el otro modo en el que se gestiona y se abandona
el tormento, recreándose en esa búsqueda a veces doliente y desesperanzada,
pero que finalmente acaricia la plenitud
con el descubrimiento de la espiritualidad y la reconfortante experiencia de la
sencillez. Levin como el triunfo
de la ascética, como el tormento que conduce a la luz.
Así, cada asunto,
cada situación, cada ir y venir episódico pretende mostrar la herida abierta de
quienes asumen el vivir como una huida de lo indefinido que no dejamos de ser. El drama de no encontrarse y no encontrar
es el castigo de unos personajes insatisfechos o, en el mejor de los casos,
confundidos entre la telaraña de las emociones, los prejuicios, los deseos... Al
fin y al cabo, para Tolstoi no salva
el amor como la expresión de las emociones, sino la consciencia de lo posible,
de lo realizable, la conquista del ideal alcanzable.
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