En ocasiones
puede tratarse de un imperio, de una infranqueable nación; otras veces toma
prestado el rostro firme de una empresa poderosa, aunque también puede adquirir
la tibia expresión de una entidad muy valorada o –incluso- llegar a adoptar la
estructura de una amable y relevante institución. El caso es que, por encima de
sus ciclos, llama la atención en todas ellas esa capacidad para matrimoniar con
Cronos, viendo caer a otros tantos
voluntariosos pero ineficaces intentos de agarrarse en cada curva de la historia.
Muchos de los especialistas
en el mundo de las organizaciones se preguntan cuál puede ser la fórmula de la
que se valen algunas estructuras para resistir las acometidas con las que embiste
el tiempo. Se afanan en la discusión sobre la piedra filosofal que provoca que
ciertas instituciones dispongan de esa elasticidad dispuesta siempre a encajar
en aquellos espacios que cada capítulo de la historia concede.
Para quienes
se dedican a este tipo de análisis, parece decisiva, pero lo cierto es que esa
singular habilidad de estas entidades para permanecer debe ir mucho más allá de
una esencia valiosa en la que inspirarse y de la que valerse. ¿Cuál es entonces
el secreto, cuál la naturaleza de su estructura resistente y perdurable, cuál
la propiedad de sus profundas raíces o el encanto de sus apetecibles frutos?
Hay algo que convierte a estas organizaciones en inigualables aliadas del
tiempo, pudiendo ser una de las claves que las distinguen, precisamente, una
interpretación soberbia sobre el sentido del pasado, el valor del presente y –cómo
no- la necesidad de ganar el futuro. En definitiva, algo que daremos en
denominar como el principio de trayectoriedad. De su conocimiento
más o menos consciente, pero sobre todo de su singular aplicación, de su buen
uso viven estas entidades que parecieron pactar con el implacable ejército de
lo eterno.
Este principio
de trayectoriedad advierte de algo
esencial. Tener algo o mucho de historia no garantiza el futuro a una
institución, pues siempre hay que ganarlo y, por tanto, merecerlo. Ahora bien, incuestionable
el presente de todo proyecto, nadie entre quienes forman parte de éste discute la
importancia del bagaje en la visión de una estructura organizativa. Entonces, la
trayectoriedad es el aprovechamiento
del pasado como bagaje, como ese peso necesario para no dejarse arrastrar por
el viento al lugar no elegido. El bagaje como código, como esa información
esencial y universal que traspasa los obstáculos que traen los caminos
desconocidos, que derriban los muros elevados que levantan las culturas.
Pero al mismo
tiempo, en su buen uso, el principio de trayectoriedad implica una visión
nítida, elegida y compartida por cada uno de quienes forman equipo en esa estructura.
La visión siempre como el espacio al que dirigirse y en el que como
organización poder seguir siendo más allá del momento presente. La visión como
el lugar en el que nos reinventamos para no dejar de ser lo que en esencia
somos, allí donde espera cada promesa sugerida entre los brazos tiernos del
pasado que fuimos y el presente que tocamos. La trayectoriedad como concepto y
principio operativo, como el inaplazable presente que introduce en la visión el
valor del bagaje. Trayectoriedad, la posibilidad de ser sin perder aquello que
fuimos y que nos trajo hasta el lugar de hoy; pero también aquello que nos llevará al espacio de
mañana… Trayectoriedad, la historia como futuro.
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