Del ánimo como estado y habilidad.


    La persona comunica con cada detalle de sí misma, vierte lo que es en cada instante, desde la palabra escogida con una determinada intención hasta el gesto descontrolado que se desliza espontáneo y libre. Expresamos y exponemos incluso con nuestro silencio o la misma quietud.
El caso es que, consciente o no, comunicamos, transmitimos y hasta contagiamos ánimo; no dejamos de hacerlo. En ocasiones demasiado manoseada e infravalorada, la palabra ánimo nos regala una profundidad digna de comentario y reflexión. De hecho, el ánimo, atendiendo a su etimología (ánimo-ánima-alma), es el estado del alma, la expresión limpia de la interioridad propia.
De ahí que podamos concluir en que la animación requiere de una habilidad de artesano, innata en muchos aspectos, pero también forjada a golpe de humana inquietud y cuidada preparación. Se trata, en esencia, del afecto que necesitas, de aquél que recibes y el que, en consecuencia proyectas. Así, el ánimo es experiencia vivida, con sus elementos de entrada, todo aquello que como bagaje te acompaña; y también elementos de salida, todo cuanto provoca lo que eres y empuja por salir hacia fuera continuamente.
En definitiva, el animador es la persona que hace todo por llegar hasta el alma del otro. Alguien con un don muy especial, con esa mágica y apreciada destreza de llegar hasta los adentros, allí -tan dentro-, donde se encuentran los mismos pliegues del alma, para que pueda surgir algo en ellos y desde ellos. Claro, el animador siempre como alguien capaz de abrir al alma de las personas y las cosas, de captar su esencia, alcanzar su corazón y provocarlo hasta hacerlo proyectar desde él. Poco más hermoso y transformador que llegar al alma para, amando su libertad, echarse a un lado y hacer surgir desde ese yo incandescente e incontenible.
Un educador, una amiga, un padre, un coach, un empresario con visión, una emprendedora, un creador…, también entre ellos; todos, de alguna forma, necesitamos ese espíritu del animador que rastrea esencia, aparta maleza, silencia ruido y, empujado por una reconfortante fortaleza interior, apunta con esperanza cierta la posibilidad fructífera del cambio.

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