Aterida por el
frío polar del invierno, demacrado el rostro en el que se hunde la luz de sus
ojos distraídos y entristecidos, el alma humana sigue buscando –como siempre-
refugio que la salve de la intemperie, que la rescate del inhóspito gris de los
días cortos y del peso simétrico de las horas muertas. En el mecanizado temblor
en el que se aferra a la vida descubrimos su silueta discreta; es ella, el alma
que espera el calor y la luz como salvación un tiempo presentida.
No hay
descanso ni paz posible para quien se afana en lograr un estado mejor para sí
mismo y, en consecuencia, para su propio entorno; no hay tranquilidad para
quien, bien pertrechado, rastrea la compleja realidad hasta dar con alguna
respuesta digna, liberadora, en justa proporción y compromiso con la humilde y
frágil grandeza de la que estamos hechos y desde la que nos sentimos llamados.
Aún en el necesario reposo, no hay descanso mientras no se avisten, aunque
lejanos, horizontes de esperanza cierta y fundada.
De la voz de
tus adentros se abre paso una melodía tierna que a veces llega gélida para que
tus labios la despidan desapasionada. De ahí precisamente, del recóndito
espacio desde donde surge esa voz que emerge como eco de tu corazón más insurrecto e insumiso, proviene limpio el anhelo profundo del ser humano. Y el anhelo
se hace deseo, un deseo que, rodeado y desbordado de estímulos, no siempre
encuentra las respuestas consistentes que necesita y busca.
Siempre se
busca verdad, se buscó y se buscará por el alma sedienta e inconformista. Se
buscará aunque naufraguemos en cada intento sincero o hasta que,
descorazonados, terminemos por afirmar no creer en su posibilidad. Trataremos
incluso de convencernos de que la sed no existe, que forma parte de nuestra
incontrolada tendencia a crearnos necesidades.
Cansada de propuestas
estériles y vociferantes promesas, el alma busca algo más que el fogonazo de
ideologías recalentadas; busca algo más que la caricia carbonizada de aquéllos
que se empeñan en permanecer rendidos a su suerte. El espíritu humano aspira a
alcanzar, por inaccesibles que puedan resultar, cimas más altas, aquéllas que
le acerquen a la profundidad de sus anhelos, a la altura de sueños, a la
complejidad de sus deseos.
Se busca
verdad; se busca, además –por qué no-, con mínima consistencia; se busca verdad
que no te abandone con la primera ventana que abras, que resista las embestidas
que trae el viento; se busca verdad que de manera sencilla llene ciertos vacíos
que amenazan con apagar la llama de tu propia esperanza. Se acerca ese momento
ya inaplazable. Se busca verdad que trascienda verdades, que, de algún modo,
otorgue sentido más allá de las mismas razones. Se busca verdad que no se desmorone
con la caída de cada tarde.
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