De la fragilidad de las seguridades.

    "El gran riesgo del mundo actual 
es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro"
Francisco, Papa de la Iglesia.

   Convencidos de nuestros propósitos y principios, un buen día, en un absurdo alarde de posición dominante de los planteamientos propios, decidimos esforzarnos en erradicar cuanto nos ofende o molesta. Puede que entonces hayamos perdido demasiado tiempo en combatir elementos constituyentes tanto de la persona como del grupo al que pertenece y con el que se identifica. En cualquier caso, la sociedad se mueve, se impulsa, se desarrolla y, por encima de juicios en una dirección u otra, elige sus puntos de apoyo y sus referencias. Y, queramos verlo o no, lo hace por algo.
Como quiera que hay quienes, para preservar sus principios y valores, apuestan por la trinchera y el enfrentamiento, será el enroque y la sensación de impotencia el sustrato desde el que su corazón se movilizará ante la amenaza de un mundo equivocado. El miedo a la apertura y el riesgo al contagio creará reservas que traten de preservar esas convicciones, nos conducirá a una sociedad escindida y temerosa del valor de la heterogeneidad.
Ese infundado temor a la convivencia con lo diferente parece más propio de la desconfianza en el mapa de seguridades que nos han tejido o hemos diseñado. Se sufre por demasiadas cuestiones, algunas prescindibles. Ciertamente, el ser humano posee un acentuado sentido de la apropiación, de hacer suyo cuanto estima para su bien; ése, por tanto no es el problema, la energía mal gestionada horada por dentro y debilita. Nos la jugamos en la ética, en la configuración y conformación del criterio que establece y distingue, que construye juicio y genera pensamiento.
De modo que parece desproporcionado tratar de eliminar de la persona, por ejemplo, el  sentido del consumo; éste no deja de ser la expresión del instinto de apropiación de la realidad que como hábito consustancial resulta inherente al individuo. Parece más razonable, más realista, ayudar a construir una estructura de la persona capaz de gestionar ese hábito de la manera más libre, buena y coherente posible. Así, en este caso, la cuestión no sería el juicio sentencioso y desproporcionado sobre el consumo, sino las elecciones que genera el ejercicio de este hábito.
Será el ciudadano libre el más capaz, aquél que comience a entender que el mundo no supone una amenaza en sí mismo, ni siquiera el desconocido, sino más bien una oportunidad de gestionar la libertad personal, de asentar las convicciones propias y de valorar las ajenas. Y más aún, será el valor de la credibilidad el que nos rescate del aturdimiento, de la mortecina sensación de no trasmitir nada con mínimas pinceladas de profundidad. No se trata de un valor finalista; más bien se trata de un valor soporte o, como mucho, puente. En cualquier caso, la credibilidad, la confianza concitará el interés del que busca en medio del desierto vociferante que nos vive.
Pasaremos de la beligerancia a la alianza. El paradigma de la alianza respeta tu dignidad y construye tu integridad. La alianza como encuentro fructífero, espacio de posibilidades y escenario de compromiso; de renuncia que vence y conquista, de libertad para el otro que llena y completa. El paradigma de la alianza como esencias que dialogan, se respetan y se encuentran para vivir la oportunidad de crecer.

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