
¿Qué cabe
esperar del destino cuando te sientes devorar inexorablemente por él?, ¿cuál es
la esperanza que queda ante la ausencia de reglas a las que atenerse para
continuar con vida?, ¿Qué te pertenece, al final, de ti, tan tuyo en esencia,
que nada ni nadie pueda arrebatar ni siquiera con esa caricia fría con que las
sombras acechantes anteceden a la muerte?
Al fin y al
cabo, en medio del pánico en el que se siente zozobrar el ser humano, puede que
el verdadero drama de la existencia sea precisamente ese: carecer de sentido,
del propósito que este dispensa y la acción a la que empuja y compromete.
Nos sumergimos
en una novela histórica generosa con el lector, rebosante de vida, sin reparos
en entregar en cada renglón el alma de las palabras; palabras que van cosiendo
cada historia con puntadas de pasión y pinchazos de descarnada ternura; una
novela de José Miguel Núñez limpia en su propuesta literaria y liberada de todo prejuicio que
terminara por arrinconarla en la realidad monocorde de los estereotipos.
En Pasó
la noche, amor, aunque atrapa el contexto, ese modo tan singular que el
autor tiene de acercarse a un tiempo y un espacio tan inhóspito y
desagradecido, conquista y rinde definitivamente al lector la fuerza de su
historia, la explosión de unos personajes rotundos, abiertos en canal a la
grandeza pero también –precisamente por esa apuesta- a la miseria de la vida, a
la contundencia –siempre imprevisible- de la existencia desnuda. Te ata desde
el principio su vitalismo cercano y entrañable, sin estridencias ni brindis
alguno a la afectación desmesurada.
Se trata de
una novela en la que se cuida con suma delicadeza el hilo de sus historias
entrelazadas, dos tiempos distintos que juegan a anudarse dentro de un único
espacio posible que como escenario total se nos entrega, el escenario más
apasionante posible, inmenso y pequeño: no es otro escenario que el alma
humana, la entraña, su urdimbre frágil y robusta a un tiempo; el alma humana
despojada de todo ropaje que confundir pudiera sus adentros.
Y la vida,
esbelta en su desnudez, mágica en su espontáneo y sincero derroche de gestos;
la vida, tanta vida agarrada a la tierra que nos sostiene...
Al fin y al
cabo, vida en la literatura y literatura en la vida, el diálogo eterno de este
arte noble y caprichoso de escribir al que magistralmente juega José Miguel en
su novela.
Creo adivinar
que el propio autor se ha enamorado del género, no hay más que leerlo y
comprobar cómo consiente y hasta bendice, en rendida complicidad, el coqueteo
de la realidad y la ficción… Bueno, yo me atrevería a decir que hace que se
fundan realidad y ficción hasta provocar que una y otra por fin se entreguen
con pasión en ese baile inagotable de pesadillas y sueños que solo este género
te permite como licencia creativa.
José Miguel
-afortunadamente- no puede esconder ni reprimir su llama poética; ese
arrebatado impulso lírico que desprende el aroma de sus adjetivos al contactar
con la piel de los nombres, de los nombres que hacen posible y custodian la
vida de los seres, de las emociones, de las cosas…
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Tiene el
mérito de elevar de pronto el tono, de subir a la cima expresiva, de hoyar una
de las cumbres en la cordillera de la novela y, tan pronto como alcanza ese
clímax literario, mostrarse capaz de rebajarlo en función de los tiempos, los
personajes, las escenas… hasta el punto de orillar en un estilo más abrupto,
directo, severo, propio de un cambio de registro narrativo dentro de la misma
obra. Estilos en el estilo, novelas en la novela. Postura moderna bien
ensamblada y acertadamente dispuesta. Una suerte de transiciones narrativas
compleja de la que el autor no solo sale airoso, sino en la que incluso se
recrea haciéndonos disfrutar.
Descripciones
medidas pero generosas, en las que, en una sintaxis casi simétrica en sus
proporciones, pasean luminosos sintagmas y evocadoras metáforas. En definitiva,
múltiples combinaciones de términos que tienen la fuerza que solo pueden darse
las palabras que se prestan esencias, palabras que se entregan en cuerpo y alma
tan solo al intuirse, al rozarse en el papel.
Hay dominio de
la técnica de la conversación, espontaneidad en los diálogos que hace que se
conviertan en verdaderas arterias de la novela. Hay lucidez conceptual y
seguridad en el lenguaje. Nada, por tanto, está forzado ni escaso. El autor de Pasó
la noche, amor aprovecha todas las posibilidades que el género dispensa
y nos regala un estilo fresco, matizado, amable en su justa y discreta abundancia.
Fluye la
palabra en boca de los personajes de tal manera que los percibimos llenos de
vida, de expresión, abrazados a sus perfiles sinuosos, aferrados a sus matices,
desde los que nos donan todo lo que son, todo lo consentimos que sean y –por
qué no, aceptemos el rapto de la literatura-, todo lo que ellos, en ese
despliegue abundante de sus almas intrépidas y palpitantes, llegarán a ser en
nosotros.
Pasó la noche,
amor
se balancea entre el impulso muy bien medido de dos tiempos y los empujones de
una realidad y una ficción que sortean todo tipo de pruebas para convertirse en
una verdad toda, incontrovertida, donde la verosimilitud desprende el aroma de
lo cierto. La realidad como esa verdad histórica, encajada, sometida al
dictamen de lo probado; y la ficción como esa verdad que emerge de los anhelos
y construye nuestra mente, nuestro corazón; la ficción como esa verdad no
acontecida fuera, pero rescatada del más hondo tejido humano, en ese lugar
recóndito donde se producen los estallidos del ser. Si no es cierta esa verdad
tan íntima, por no estar fuera, ni probada, ¡qué mentira tan verdadera nos
navega dentro a cada uno de los que somos!
Pues sí; la
ficción es verdad, tan sólo una verdad en otro estado. Quién podría negar la
verdad de la ficción, o la verdad que de entre sus brazos de cristal nos
rescata el escritor ávido y apasionado. Quién podría entonces negar la verdad
que se adentra en el mapa emocional de la persona y, si no acontecida fuera, en
el mundo de los hechos, sí vivenciada dentro, en el universo de las emociones.
Trae ficción,
José Miguel, como quien sueña la verdad completa de las cosas y la esculpe con
pensamientos frescos y palabras hondas. ¿Qué verdad trae la ficción que no se
deja someter…? Ficción y realidad, tan verdad ambas como verdadera es la niebla
que oculta las cosas; como verdadera es la incertidumbre que va tejiendo libre
sus miedos al no verlas; como verdaderos son los presentimientos que acunan la
sospecha y el frío; como verdaderas son las sombras que aciertan a distinguirse
al comenzar a levantarse; tan verdadero, en definitiva, como todo lo que dentro
de nosotros surge por cuanto existe y aún no vemos.
Nos deslizamos
por una historia que encandilará al lector por la rotundidad de sus imágenes,
el poder evocador de su lenguaje, el modo de disponer en el relato las
historias, los momentos, el amor, el odio, la culpa, la pasión, el abatimiento,
la esperanza, el perdón, la impotencia, la miseria, la coherencia…, todos ellos
rasgos que trazan el escarpado contorno de la fragilidad y la inconsistencia
humana en medio de un mundo tan vibrante como desconcertado.
Es una novela muy de autor porque
arrastra hasta la orilla de sus renglones al inquieto profesor de filosofía;
porque interpela al teólogo que cuida y alimenta su fe; porque, después de
todo, acude a ella el hombre apasionado en busca de lo que todos, en algún
momento, buscamos: sentido.
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Advertía
el recordado Octavio Paz que “las masas humanas más peligrosas son aquellas en
cuyas venas ha sido inyectado el veneno del miedo”. Y así podemos atestiguarlo
a lo largo de la obra. Si ha habido quien tuvo la firme voluntad, la decisión libre
de enterrar su rencor antes que incluso su propio cuerpo, ¿quiénes somos y seremos
nosotros para elegir odiar; quiénes para, aunque sea incluso por puro instinto
de supervivencia emocional, masacrar otra vez al alma humana que tirita a la
intemperie víctima de un mundo a menudo quebrantado?
Por encima del
trazo cuidadosamente esbozado, perfilado con maestría por el cincel de las
palabras exactas, hallamos en el testimonio vital de Bartolomé Blanco claves,
actitudes, gestos, palabras que, ante la ausencia de una explicación, regalan
sentido como quien regala melodías para llenar el silencio atronador de la
barbarie y la nada. No cautiva la canción por su duración, sino por su
intensidad, por la cadencia de esa inconfundible melodía que alguien apasionado
comenzara tímidamente a entonar y que ya nada ni nadie pueden acallar.
Ni el aguijón
metálico de unas balas en la noche, ni el grito sordo y agónico de la última y
acechante oscuridad, podrán hacer estallar las costuras del espíritu indómito.
Podrán romper el cuerpo, pero no la historia. Podrán desgarrar los corazones
amantes, pero no la huella de la más pura ternura; podrán cuartear las
emociones entregadas a otras vidas, podrán segar las propias vidas que respiran
ese aire insuficiente en el que habitan, pero no podrán eliminar el aire que
limpiaron y perfumaron con su entrega, con su pasión y hasta con su propio
tormento.
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El
protagonista de Pasó la noche, amor se adentra en el mismo ojo del huracán de
un tiempo socialmente convulso, una política deshumanizada, y una mentalidad
dilemática que termina por polarizar las posturas, alejar más aún los extremos,
y arrastrar a las personas al abismo inmisericorde del recelo, justo allí donde
supura la herida abierta y se desbocan resentimientos y prejuicios; justo allí donde
se muestra más descarnado el problema de la absolutización de la ideología y el
daño que esta puede infligir en el corazón humano.
Dónde están
entonces los vencedores; dónde los vencidos cuando el tiempo asienta la
polvareda del conflicto vergonzante; cuando permite ver con mínima nitidez la
realidad, y puede comprobarse ese campo de batalla en que se convierte la
historia con otro episodio de horror y destrucción que aniquila almas y
extermina a hermanos. De nuevo Caín y Abel, Abel y Caín aferrados a la piedra
que un Sísifo exhausto se empeña torpemente en encumbrar.
Traza José
Miguel con mimo el contorno de una sociedad confundida, errante, aturdida,
sorda y vociferante a la vez. Una sociedad plural que a menudo confunde la
cohesión con la uniformidad. Y lo hace aprovechando la expresión contundente
del humilde sillero, del sindicalista católico que devora el camino con sus
pasos decididos en pro de la justicia; lo hace –cómo evitarlo- sumergiéndose la
explosión de vida que hay en Bartolomé, ese humanismo cristiano que lo moviliza
y compromete. Hay tanta hondura en el personaje, en el hombre claro, sereno y
activo, soñador; ese mismo que firme camina con los pies en la tierra y el
corazón en las estrellas… El hombre que cree, que tiene propósito y tiene
esperanza; que ha interiorizado el valor del asociacionismo y su insustituible
función de integración social. El cristiano que se indigna por las atrocidades
y los abusos, con los postulados contaminados y las intenciones perversas. El
sindicalista católico inteligente, astuto, que se sitúa por encima del tactismo
partidista que hizo que la política se olvidara de lo fundamental, el bien
común; que no consiente que ningún partido patrimonialice el mensaje cristiano,
ni tampoco que el sindicato católico se ideologice y alinee políticamente. Y
todo ello sin más armas que la fuerza de los argumentos, el peso y el poder de
la palabra llena, la consistencia que el sentido común impone en los labios
rebosantes del ser humano que vive íntegro.
No abandonemos
a su suerte al resto de personajes que hacen robusta a la novela. Hay en sus
conflictos internos, en sus luchas emocionales, en sus cuentas pendientes con
ellos, una implosión que hace vibrar su interioridad más íntima y acaso oculta.
Asoma en ese trabajo de escultura literaria que aborda el autor con sus
personajes –reales y ficticios- el eco incendiario del realismo ruso, esa
virtuosa cualidad de horadar las paredes del alma humana para contemplar y
hacer contemplar al lector los mismísimos pliegues en los que se atrinchera, no
siempre manera consciente, la persona que somos. Hay literatura en mayúscula…,
hay ficción en los personajes reales y realidad en los personajes ficticios, y
a pesar de todo -o por eso precisamente-, verdad en todo ello.
Hay heridas,
heridas muy dentro; y hay cicatrices que tapan alguna de esas heridas; pero no
su huella, grabada con tinta indeleble en el mapa emocional de sus historias
tan distintas y tan semejantes, tan distantes en el tiempo y tan cercanas y
próximas en el alma de los personajes. Qué sucede cuando todo se trunca, cuando
se aviene lo inevitable, cuando el tren de la vida descarrila sin llegar a
todas las estaciones del viaje, cuándo sentimos cómo el golpe seco del vacío
llega hasta lo más íntimo…
En escenarios
personales diferentes, comparten todos los personajes la inflexión de sus
pequeñas o grandes tragedias; el sorbo amargo de la copa que sin
contemplaciones le acerca el mundo; el mordisco rabioso con que les desnuda a
dentelladas la realidad. Como percepción y emoción humana, toda tragedia lleva
impresa en su inexplicable realidad la textura desgarrada y porosa del dolor.
Su descarnado gesto, su despiadada sentencia, desangra y exprime el corazón de
quienes no tienen más remedio que mirarla a la cara.
Y ante lo
trágico, la inconsistencia de la palabra humana, las promesas que se elevan
inciertas, discontinuas, difusas… Ante tanta incertidumbre, poco más que la
posibilidad cierta y robusta de la fe sin límites. Ante la ceguera y el
despropósito, la posibilidad de encontrar un sentido último a tantos pasos
rotos que terminan en el paredón donde acribillan los sueños. La fe para que,
más allá de ese escenario agónico en el que zozobra el ser, aviste el corazón
empapado de anhelos el mundo que esperamos.
No hay
victoria, tampoco derrota. Quizá la novela nos muestre que el verdadero fracaso
es no disponer de un sentido que abrace nuestro propósito y cosa nuestros pasos
a la tierra que pisamos. Quizá, Pasó la
noche, amor, pretenda agarrada a sus personajes realzar el valor, la
valentía de quienes, revestidos de tan humana dignidad, deciden caminar o
detenerse con la herida abierta y no sucumbir –por ello- en el cenagal del
odio, atrincherarse en las oquedades del miedo o entregarse a los dictados
llameantes y abrasivos del rencor.
Caminar sin
reparar en el daño, en las consecuencias que lo inhóspito o trágico del camino
deparar pudiera; caminar hacia la luz que no ves, pero presientes y te agita
por dentro hasta mirar cara a cara al miedo, a la nada que hace tiritar el alma
y busca desnudar la esperanza. Y, de pronto, escuchas dentro de ti, como
rompiendo la noche, una voz queda, entera, solemne, amplia: “NO TENGAS MIEDO,
DIOS TE SOSTIENE”. Silencio atronador, recogimiento…; es el amor fundante que
se abre paso como luz en la oscuridad. Tampoco en la desesperación… El amor
nunca llega tarde.
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En Pasó
la noche, amor hay una última palabra que se entrega a las garras de la
noche oscura para conquistar la propia existencia; una última palabra antes de
la paz y la libertad que nos esperan al cruzar el descampado de las sombras;
una última palabra que alimenta nuestra voluntad. Una última palabra al pasar
la noche: AMOR.