No sin mi equipo. (Elogio del deporte modesto, el espíritu competitivo y la experiencia de equipo)

"Los buenos equipos acaban por ser grandes equipos cuando sus integrantes confían los unos en los otros lo suficiente para renunciar al yo por el nosotros."
Phil Jackson.

     La diferencia la podrán marcar otras cuestiones, pero poco -más bien nada- nos separa de lo fundamental con aquellos que se encuentran en lo que el negocio ha tenido a bien llamar élite. Y es que, más allá de ciertos patrones de calidad siempre discutidos y discutibles, existe un espíritu, una esencia en el mundo del deporte, de sus valores y sus enriquecedoras vivencias, alcanzable para todo ser humano que decida vivirlo y se predisponga a experimentarlo.
Así, a efectos de repercusión, aunque fuera tenga su impacto y su trascendencia, miramos dentro y tratamos de poner en valor la incidencia que en la persona y en el grupo tiene el deporte y su dimensión competitiva. Sólo entonces comprobamos que no se trata tanto de dónde estás como de qué sientes por dentro entrenando, justo antes de comenzar, en los instantes en los que estás compitiendo e incluso el momento en el que se apagan los focos y abandonas el juego. También ahí el deporte bendice a todos sin distinción.
Tanto para quienes lo practican solos, como los que lo hacen ante cien, para diez mil o para los que compiten ante cincuenta mil o más espectadores –absolutamente para todos, porque eso depende de ti-, hay un espacio singular, protegido y casi sagrado en el que, una vez instalado y abierto a su influencia, parece difuminarse hasta el espacio y el tiempo, terminando por existir sólo tú, tu equipo y ese juego competitivo que te envuelve y os arrastra a esa mágica locura en la que sólo cabe la entrega, en la que sólo se permite derramar el cuerpo y el alma como quien derrama vida que se esparce para la siembra.
Al fin y al cabo, no todo el que pisa deja huella, sino sólo aquellos que pisaron derramando el cuerpo y el alma que dispusieron en ese momento. Tal vez por eso a éstos los recordamos y a otros los olvidamos o sencillamente se pierden en la galería fría e inmisericorde del tiempo. Tal vez por eso nunca se olvida a quienes se pusieron una camiseta como quienes se enfundaban de una vez todos los sueños propios y los de aquéllos que tragaron saliva para poder después transmitir el aliento más puro del alma que de tantas y tan hermosas maneras compite.
Cierto, instalado en ese espíritu, no hay nada distinto entre lo que tu equipo siente cuando entra a un vestuario modesto y llega a morder el silencio, y quienes lo hacen deslumbrándoles el brillo de cada pulgada del confortable salón en el que se preparan. Y no hay tanta diferencia porque podéis también experimentar la presión más verdadera, aquélla que vosotros –vuestro irrefrenable e inconfundible espíritu competitivo- os imponéis cuando saltáis al escenario de juego y ya sólo pensáis en devorar cada segundo que se os regale de juego.

Entonces, vivir y compartir este espíritu deportivo y competitivo poco tiene que ver con el espacio en el que lo hagáis, sino con la actitud con que lo afrontáis y las personas con las que lo compartís. Ese espíritu no se encuentra en ningún lugar concreto, ni en ninguna categoría determinada, sino en el equipo que se muestra capaz de convocarlo, crearlo, vivirlo, respetarlo y, sobre todo, compartirlo. Tu equipo deja huella porque, en cada uno, está el cuerpo y el alma de todos; y en todos, el cuerpo y el alma de cada uno.  

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