"Entonces, los jefes de los sacerdotes decidieron matar también a Lázaro, porque por causa suyo muchos judíos se separaban de ellos y creían en Jesús"
Juan 12, 11.
Caminábamos sin prisa, sumergidos en
triviales conversaciones siempre cerca del maestro, que sonreía ante la
jovialidad de algunos de nosotros. Su sonrisa siempre decía más, y sus palabras
–a veces directas, otras enigmáticas-, todo… Nos dirigíamos a Betania y el sol
caía sobre nuestras espaldas; aquellas sombras se proyectaban cada vez más
alargadas delante de nuestros pasos. La suave brisa que la tarde solía traer los
primeros días de primavera acariciaba los matorrales y los árboles que
salpicaban el camino polvoriento. La intensidad del anaranjado del cielo se
desvanecía por momentos y la primera oscuridad se recortaba en el horizonte.
Quedaba poco
menos de una semana para la celebración de la Pascua y estábamos invitados en
casa de Lázaro. Él y sus hermanas –Marta y María- siempre se deshacían en la
presencia de Jesús, aún más desde aquel suceso de la resurrección de su amigo que
conmovió a todos, aquél que terminó por extender la fama del maestro y que
tanto incomodaba a cuantos fariseos se acercaban.
Betania estaba
cerca, apenas distaba tres kilómetros de la muralla de Jerusalén, a la derecha
del camino que conducía a la ciudad de Jericó. La noche se abría paso entre aromas
de flores nuevas. Los tres hermanos nos recibieron con bendiciones y grandes
muestras de respeto en la puerta de su casa. En seguida pasamos a una estancia
en la que todo estaba prácticamente dispuesto. El pan estaba sobre la mesa y el
aroma del vino invadía aquella agradable atmósfera. El nazareno no mudaba su
ligera sonrisa, ni su serena y penetrante mirada cambiaba. Los saludos y los fraternales
abrazos dieron paso enseguida al acomodo de todos, que fuimos recostándonos alrededor
de una generosa mesa.
Palabras intensas
en el juego de luces y sombras que las velas disponían entre nosotros. Marta
trataba de servir con ese natural encanto que su persona desprendía. Pero antes
de que pudiéramos si quiera tomar el pan y degustar aquel oloroso vino que se
entremetía muy adentro, María se acercó algo impaciente a Jesús. Al instante,
abrió un frasco de perfume de nardo puro y se lo extendió por sus pies. Al terminar,
secó con sus propios cabellos los pies húmedos del maestro. Aquel caro perfume inundó
la sala y concitó la atención de todos cuantos allí nos encontrábamos.
El gesto
demudado de Judas delataba su contrariedad, mostrando su disconformidad ante
tal dispendio inútil. Aquellos ojos pequeños y desafiantes parecían
devorar su alma insaciable e inquieta. A pesar de estar acostumbrados a su
espíritu algo huraño, a esa rebeldía zigzagueante que a ratos le hacía sentirse
fuera del grupo, Jesús le recriminó su indecorosa actitud sin perder un ápice
de su serena templanza. El silencio trajo tensión, y la tensión de nuevo
silencio, hasta que alguien decidió coger una copa llena de vino como si nada
hubiera pasado.
Los ánimos se
aplacaron y la amarga soledad de Judas se evaporó con el perfume de nardo en aquella
noche plácida y violenta a la vez. Un halo de tristeza se dibujó por un
instante en la mirada del maestro. Quizá pocos o nadie la vieron. Fuera, la
noche traía una silenciosa calma como presagio de algo nuevo e inesperado.
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