“No
olvidemos que las pequeñas emociones son los capitanes de nuestras vidas y las
obedecemos sin siquiera darnos cuenta.”
Vincent
Van Gogh.
Aunque
así lo pareciese, e incluso tentados por su atractivo encanto, no se trata de
analizar aquí las claves de la pulsión romántica a finales del siglo XVIII y
principios del XIX, de dejarnos encandilar –aunque fuera por un momento- por aquella
fogosa rebeldía o el inconfundible espíritu enardecido de seres arrastrados por
una tempestad tan consciente o inconscientemente buscada…
Bien es cierto
que, a la luz de los continuos avances en neurociencia,
así como del mayor conocimiento de la estructura y funcionamiento de nuestro
cerebro, todo aquello que un día consideramos latigazos del corazón que había
que controlar –incluso reprimir- encuentra en nuestros días una explicación más
fundamentada. Sabemos que toda emoción no deja de ser una reacción de nuestro
organismo a una realidad percibida, vivida; una respuesta articulada y
dirigida, con la intención natural de acomodar nuestro organismo a determinado
impacto o estímulo percibido. Toda emoción tiene, por tanto, un motivo que
atender y, por supuesto, una finalidad para la que surgió.
Nada parece
cuestionar el peso y la influyente acción de las emociones en la compleja realidad
del ser humano. Somos emoción, emociones que pueden construir sentimientos;
sentimientos que a su vez generan creencias; creencias que, al fin y al cabo, alumbran
y sustentan la identidad propia y provocan ese conjunto de actitudes, ese
abigarrado mosaico de comportamientos que conforman la parte más visible y
tangible que también somos.
Aceptada esta
influencia, asumido el poder reactivo y creativo de las emociones, comprendidas
sus funciones, queda para la persona algo mucho más interesante que este
descubrimiento, profundizar en el conocimiento y la gestión de dichas emociones.
Abandonar aquella pretenciosa idea de controlar todo, que desembocaba en una
autodestructiva espiral represiva, y aprender a gobernar ese tejido emocional
tan propio de nuestra urdimbre humana. Después de todo, conocernos añade
sentido; nos proporciona, cuanto menos, un mayor grado de consciencia y, muy
posiblemente, una creciente sensación de libertad.
Entonces
empezamos a pensar –sentir- que el mundo se mueve por emociones, estados y
creencias que el ser humano y las 100.000 millones de neuronas que en su
cerebro juegan a conectarse (sinapsis) establecen a través de las continuas y
diferentes experiencias que proporciona cada instante. Hay estudios que
demuestran que el cerebro no decide, sólo justifica la decisión que tomamos,
algo que reafirma el planteamiento de que toda emoción puede ser la respuesta
de ajuste que se da el organismo para mantener el estado de equilibrio natural.
Por tanto, gobernar
las emociones debe ser muy parecido a entenderlas; a, llegado el momento, aliarse
con ellas, conspirar incluso junto a ellas, de modo que llegue a valorarse en
su justa medida su realidad orgánica y funcional. Con frecuencia se ha apuntado
que el buen gobierno es aquel que respeta la naturaleza de lo gobernado y
posibilita su realización. Nuestras personas, nuestras familias y grupos de amigos, nuestras mismas organizaciones, tenderán a ser más emocionales en su espacios de realización, tendrán que serlo para encontrar una mayor potencialidad y desarrollo. Más que muros de contención, la brisa o el viento de
las emociones necesita de molinos con grandes aspas que generen la energía que
la vida requiere y nuestra existencia reclama.
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