“La
sonrisa es una verdadera fuerza vital,
la única capaz de mover lo
inconmovible.”
Orison Swett Marden
Tú,
que has experimentado en tantas ocasiones su ternura espontánea; tú,
que sabes de su contagioso susurro, de la cadencia de su movimiento
interior que rebota en cada pared de tu cuerpo; tú, que incluso has
vivido lo incontrolable de su desenfadado hechizo o que te has
deslizado vertiginosamente por la catarata de alguna de sus
carcajada. Tú, que alguna vez también la extrañaste por la razón
que fuera, sabes
de eso de la sonrisa, de su mágica sensación y su reconfortante
presencia.
Algunos
estudios confirman que un niño sonríe una media de trescientas
veces al día, mientras que un adulto lo hace una media de quince. En
cualquiera de los casos, la sonrisa es una respuesta –si se
permite- psicofisioneurológica
de nuestro organismo. Se
trata del gesto que mueve el mundo de dentro hacia fuera y de fuera
hacia dentro, convirtiéndose en el espejo más poderoso que
pudiéramos imaginar para el ser humano.
La sonrisa es reacción, la sonrisa es estímulo, pero también -por
qué no- puede ser decisión y, por repetición de ésta, hábito, el
hábito con más poder de influencia que se concede el ser humano.
Conocemos
la base científica que sustancia y explica la sonrisa, las razones
neurológicas que la provocan, así como la ingente cantidad de
neurotransmisores que se activan y terminan por desencadenar toda la
musculatura facial que nos envuelve y nos visibiliza. Podemos
tropezar con innumerables estudios y artículos especializados que
justifican convenientemente todos los efectos que una sonrisa provoca
en la persona más allá del inmejorable adorno en el que se
convierte para sí y para otros. Pero siempre
creemos que hay más...
Muy
dentro, en algún lugar insospechado de lo que llamamos nuestros
adentros, tenemos todos instaladas las alrededor de doscientas
ochenta y cinco sonrisas que retenemos y encarcelamos cada día. Por
la razón que sea, algunos de nosotros las tienen recluidas entre las
rejas inmisericordes de la tristeza. Después de todo, liberar
todas las sonrisas desesperanzadas que dentro deambulan es el trabajo
más valioso en el que empeñarnos podemos.
Esta misión posible y necesaria supone conectar íntimamente
contigo.
En
esa certidumbre podemos decidir vivir de una vez. Se trata de tomar
conciencia, de fijar en uno el centro de gravedad para ya no perder
el tiempo en culpar al mundo de cuanto nos sucede. Y, además, por
algo hay que empezar. Lo
mejor que podemos hacer por nosotros mismos es incorporar la sonrisa
como la prenda natural
que combine con todo. Mira sonrisas, graba sonrisas, disfruta
sonrisas, regala sonrisas; la
expresión de esta emoción despide una cristalina belleza que trae
la natural esencia de cuanto somos.
El
paso es sencillo pero de una rotunda transformación. Permitirse
sonreír es el pequeño cambio que lo empieza a cambiar todo.
Quienes sonríen, quienes ya incluso lo hacen inconscientemente,
tienen en
su sonrisa la firma indeleble de la felicidad; tienen dentro de sí
esa inconfundible huella que la libertad a su paso deja.
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