“-
Ven, Juan, ven conmigo -repetía mi afligida madre.
-
Si no viene papá no quiero ir -respondí yo.
-
Pobre hijo -añadió mi madre-, ven conmigo, ya no tienes padre.”
Memorias
Biográficas.
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Pero,
salvo aquella emoción retenida, aquellas palabras serenas, nada se detuvo; todo
siguió, y lo hizo con ese ordenado atropello de luz y color con el que los
soñadores inundan los días. El beso de la vida no discrimina, sólo necesita del
alma dispuesta. Y en Juan Bosco, sin duda, encontró una.
Poco
tan esclarecedor y de tan poderosa agitación para una vida, una sencilla e
incluso apartada vida, como descubrir tu propósito, la idea que moviliza tus
días, la convicción que señala el camino o el sentido que empujan tus pasos. Como
cegadora identidad, encontramos en cada ser humano que sueña el germen de una
existencia grande, la posibilidad de una vida plena. Así sucedió con “Don Bosco”,
el amigo de los jóvenes.
Hay en el niño,
en el aún jovencísimo Juan Bosco, a pesar de las circunstancias familiares
adversas, o quizá precisamente por ellas, un ardiente deseo de descubrimiento
de la realidad, una necesidad apasionada, casi impulsiva en su romántico
empuje, por abrirse a un mundo duro pero, al mismo tiempo, maravilloso; un
fervoroso aliento que se traducía en empeño por ocupar todo tiempo y todo espacio,
de llenar cada estancia que a su frenético paso la vida abría. No era prisa,
era intensidad vital.
Hay en la
decisión de abandonar su casa, aún imberbe y con la generosa y providente
ternura de su madre como impulso, una llamada interior que explotaba dentro de
sí, como fuente desbordada. Hay en su celo por el trabajo y la formación un
espíritu de superación sólo comprensible en quien como loco atiende sin desmayo a sus sueños. Pero hay también en su discreta templanza mucha fe, la certeza de quien se
sabe abandonado en su propósito y en su camino. De ahí, entre otras razones, su
felicidad contagiosa y su deslumbrante magnetismo con aquellos niños y jóvenes
desprovistos de horizonte en el frío Turín azotado por la revolución industrial
de mediados de siglo.
Y cada vez más fuerte parecía su
corazón sensible, más convencido de su misión entre andamios que encumbraban la
explotación de niños solitarios –muchos huérfanos-, de jóvenes envejecidos,
vaciados de todo afecto y desprovistos de dignidad. Juan Bosco, el joven
sacerdote, abre un surco en la tierra gastada, decide vivir en la grieta que
otros pisoteaban o –en el mejor de los casos- ignoraban. Centenares de jóvenes
surcaban las calles en busca algo que les sacara de la nada. Y allí estaba él,
preocupado, atento, cariñoso, exigente, comprensivo. Para él, las
circunstancias podían hacerlo más complejo, pero ningún sufrimiento era lo
suficientemente fuerte, ninguna experiencia tan devastadora que pueda matar del
todo la esperanza, que pueda mutilar la oportunidad que nos pertenece.
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Pedro Enria, uno de aquellos muchachos pobres, huérfano en la epidemia de cólera de 1854, sintetiza en su testimonio lo que supuso Don Bosco para tantos de ellos como él. "Pasó por fin junto a mí y sentí que el corazón me latía con fuerza, no por temor, sino por el afecto que sentí hacia él (...) Él fue para mí un verdadero padre. Junto a él, éramos felices."