Los girasoles ciegos. La dignidad arrebatada, la derrota de todos.

“Sólo tengo el miedo que tanto miedo me daba (…)
El miedo explica casi todo”
Alberto Méndez

         Hay en la derrota de cualquier ser humano una pequeña derrota de cuantos fueron y estuvieron en algún momento, ya fuera cerca o lejos, fuera antes, ahora e, incluso, después. En cualquier caso, la luz que se apaga al otro lado oscurece también el brillo de quienes aún se sienten bendecidos por el incandescente pero caprichoso pálpito de la vida que les sonríe.
Nosotros nos empeñamos en mantenerlos, pero el tiempo borra con solemne frialdad la cruel entelequia de los bandos, y lo real trae una verdad sangrante que desnuda a todos, la misma que termina demostrando que sólo ganó la derrota, ordenándola a unos y a otros. Puede que el tiempo que tardamos en asumir cada verdad es el mismo tiempo que, por alguna razón –o sinrazón- relegamos a nuestra conciencia, despojándola de su función reveladora, constitutiva, ésa indispensable para construir, entre otras cosas, la dignidad propia e incluso ajena.
Entonces, el olvido o el silencio se convierten en una forma de tortura despiadada, ésa que lega la desmemoria acordada o consentida por ambos contendientes, aquélla que dispensan las miradas apagadas que poco o nada transmiten a cuantos continúan el camino. Quien no asume no camina del todo libre.
¿Y si la guerra fuera agitada por los temores infundados de algunos corazones destemplados e inseguros…? Al fin y al cabo, toda guerra viste orgullo y suda odio, toda guerra se lleva por delante la dignidad, la libertad y, por supuesto, cualquier victoria que nadie pueda o pretenda atribuirse en ese momento en el queremos creer en una gloria abortada. Hasta el lenguaje se rinde entregando palabras tan nobles y distinguidas como gloria o victoria.
Lo que alcanza a sobrevivir de los conflictos, de la desesperación y el desgarro con que las guerras cubren las vidas de tantos seres humanos no es sino la vergüenza y el despropósito, el amargo trago de la derrota, el desgarro que provoca el dolor por otros elegido para tantos inocentes que sólo tienen su llanto sordo como abrigo raído o inútil medicina. Y queda sólo el miedo, la soledad, el dolor, la pérdida, el vacío… El sinsentido destrona cada vida y la desposee de su alma y su brillo, de toda o mínima esperanza.

         Poco tan devastador como la renuncia personal a cualquier modo que pudiera quedar de vida -“sin Elena no quiero llegar al final del camino. Sin Elena no hay camino”, apenas acierta a espetar unos de los personajes protagonistas-. No cabe más dolor en un alma, ya sólo queda muerte en la vida que otros decidieron partir. Sólo queda, ya para otros, la memoria como posibilidad de prevenir los daños que vienen; la memoria quizá como legado que proteja la dignidad y bendiga la libertad de aquellos a los que ahora les pertenece el derecho natural a intentarlo de nuevo.

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