“Ningún
gran genio se dio sin una mezcla de locura”.
Séneca.

El
homo cordatus (hombre cuerdo) mira hacia abajo y
camina ensimismado, ajeno a cuanto le rodea. La cordura errante es el síndrome de la aceptación de lo establecido
como el mal menor que consentimos como vida. La cordura errante no deja de
ser nuestra libertad rendida a los planes ajenos, entregada a los pies de aquellos
que consideramos por algún extraño motivo poderosos, la misma libertad sentenciada
por nuestra desidia, derrotada, ofrecida como generoso tributo a quienes ya piensan
y sienten por nosotros, sintiéndonos incluso agradecidos por ello.
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Quizá
no se trate de una cruenta pugna dilemática entre la cordura y la locura por alcanzar
el modus vivendi perfecto, entre la
razón y la emoción. Ni una ni otra. Para el ser humano, absolutos como la
verdad, o tangibles como la realidad, sólo pueden abordarse desde una mentalidad problemática, libre de sentencias
urgentes. Después de todo, quizá sea la lucidez la que proporcione sentido
a cualquiera de las dos posibilidades.
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Al fin y al
cabo, encontramos un punto de lucidez en
toda locura que nos reconcilia con aquello más singular y único que hay en
nosotros y que el mundo –como también nosotros- necesita, espera y merece disfrutar.
Quizá sea entonces la lucidez la que, sin acaso pretenderlo, proporcione la
necesaria cordura a esa elocuente y salvadora locura que apuesta por el salto de alcanzar lo mejor. Valores como la valentía o la superación no dejan de ser un rapto afortunado de la locura en nosotros. ¡Déjalo ser...!
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