“Ningún
gran genio se dio sin una mezcla de locura”.
Séneca.
Aletargado
por el embriagador aroma de lo exitoso, buena parte de nuestro mundo se
conforma con permanecer el mayor tiempo posible en ese pedestal de barro en el
que encumbramos las magníficas cuentas de resultados. Ni siquiera existen
razones consistentes ante esa huida hacia adelante emprendida por el ser humano,
el mismo que ya sólo tiene olfato para el beneficio y oído para el halago.
El
homo cordatus (hombre cuerdo) mira hacia abajo y
camina ensimismado, ajeno a cuanto le rodea. La cordura errante es el síndrome de la aceptación de lo establecido
como el mal menor que consentimos como vida. La cordura errante no deja de
ser nuestra libertad rendida a los planes ajenos, entregada a los pies de aquellos
que consideramos por algún extraño motivo poderosos, la misma libertad sentenciada
por nuestra desidia, derrotada, ofrecida como generoso tributo a quienes ya piensan
y sienten por nosotros, sintiéndonos incluso agradecidos por ello.
Esa
cordura errante nos tranquiliza y nos dispensa una seguridad siniestra, pues sus
dominios regalan márgenes y demarcan límites que deseamos tener como
referencias vitales que –supuestamente- nos permitan no zozobrar. La cordura
errante en la que deambulamos se encarga de abotonar nuestra conciencia con
ojales de monótona certeza. Nunca tiene preguntas, siempre ofrece respuestas. En
la cordura errante sucumbimos entre brindis desapasionados que se apagan con
las últimas luces de la noche…
Quizá
no se trate de una cruenta pugna dilemática entre la cordura y la locura por alcanzar
el modus vivendi perfecto, entre la
razón y la emoción. Ni una ni otra. Para el ser humano, absolutos como la
verdad, o tangibles como la realidad, sólo pueden abordarse desde una mentalidad problemática, libre de sentencias
urgentes. Después de todo, quizá sea la lucidez la que proporcione sentido
a cualquiera de las dos posibilidades.
En cualquier
caso, hay un punto de lucidez en toda locura que devasta ese mundo tan firme
como incierto al que arrastra la cordura errante del mundo que todo lo sabe; que
derriba los muros que levantaron
nuestros miedos y nuestras inseguridades para traspasar la frontera de lo
seguro aparente. Existe un punto de lucidez en toda locura que convoca al
espíritu más libre y creativo que duerme dentro de ti, ése que arrinconamos por
temor a volar junto al precipicio que el camino en ocasiones trae.
Al fin y al
cabo, encontramos un punto de lucidez en
toda locura que nos reconcilia con aquello más singular y único que hay en
nosotros y que el mundo –como también nosotros- necesita, espera y merece disfrutar.
Quizá sea entonces la lucidez la que, sin acaso pretenderlo, proporcione la
necesaria cordura a esa elocuente y salvadora locura que apuesta por el salto de alcanzar lo mejor. Valores como la valentía o la superación no dejan de ser un rapto afortunado de la locura en nosotros. ¡Déjalo ser...!
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