No fue un día
concreto, tampoco unos años, se trata de un largo e imperceptible proceso que
pudo llevarnos a ese momento en el que los partidos políticos ocuparon la
democracia. Desprovistos de un mínimo sentido de Estado, terminaron por creerse
e hicieron que creyéramos que era su deber y competencia aquello que sólo a la
democracia y al Estado de Derecho legítimamente le pertenece.
Ésa es ahora
la realidad de la situación política. La ideología partidista adulteró definitivamente
el sistema y pulverizó el sentido y la finalidad de las instituciones en la
concepción del Estado de Derecho moderno. Quizá no sea perfecto –porque no lo
es-, pero el sistema es bueno, aunque los mecanismos que lo garantizan deben
perfeccionarse. Lo cierto es que esta usurpación intencionada de ciertas
competencias reservadas sólo a las instituciones nos ha podido conducir, entre
otros motivos, a la incontestable disfuncionalidad en la que tirita nuestro
sistema.
Los partidos,
cuando lo único que reciben es el mandato temporal del pueblo para gobernar, el
mensaje de garantizar la Ley y los principios constitucionales, se han
acostumbrado a atribuirse funciones que sólo al Estado de Derecho le corresponden. Ante la posibilidad cierta de abandonar los gobiernos, los partidos
han tratado de ocupar subrepticiamente las instituciones, ideologizando el
estado de derecho y la democracia que lo sostiene, con el peligro que esto
comporta para la salud del sistema público.
Precisamente,
el Estado de Derecho es el encargado, a través de las reglas democráticas que
lo sustenta, de preservar los servicios públicos que el sistema requiere y
necesita. Por tanto, devorado en su proceso involutivo, el gran fracaso del Estado de Derecho y sus instituciones democráticas consiste en haber consentido
que los partidos políticos hayan metido sus afiladas garras ideológicas en los
servicios públicos, habiéndose transformado en una vigorosa maquinaria
dispuesta al poder partitocrático, alejado de aquella vieja pero moderna aspiración de preservar la libertad del individuo y garantizar el funcionamiento de la comunidad.
Y con la
ideología apoltronada en las instituciones, la enfermedad avanza sin remisión. Han
podrido el sistema por propio interés y malévola supervivencia; han asaltado
las instituciones, las han ocupado sin escrúpulo alguno y han volatilizado
buena parte del estado de derecho, reduciéndolo a un escenario de cartón piedra
en el que los partidos se erigen como salvadores y protectores de poco más que
su posición aventajada.
La anemia en la que tiembla el
estado viene provocada por esa debilidad institucional, por el excesivo peso y desmedido
protagonismo de los partidos políticos. La falta de credibilidad hunde a
nuestras instituciones sutilmente secuestradas. El Estado, deslavazado,
sobrevive reanimado torpemente por una democracia malversada, desgastada. En nuestras
manos, siempre la regeneración ética que devuelva la esperanza a cuantos
creemos en el Estado, la Ley y las Instituciones.
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