La persona comunica con cada detalle de sí
misma, vierte lo que es en cada instante, desde la palabra escogida con una
determinada intención hasta el gesto descontrolado que se desliza espontáneo y
libre. Expresamos y exponemos incluso con nuestro silencio o la misma quietud.
El caso es que,
consciente o no, comunicamos, transmitimos y hasta contagiamos ánimo; no dejamos de hacerlo. En ocasiones
demasiado manoseada e infravalorada, la palabra ánimo nos regala una
profundidad digna de comentario y reflexión. De hecho, el ánimo, atendiendo a
su etimología (ánimo-ánima-alma), es
el estado del alma, la expresión limpia de la interioridad propia.
De ahí que podamos concluir en que la
animación requiere de una habilidad de artesano, innata en muchos aspectos, pero también
forjada a golpe de humana inquietud y cuidada preparación. Se trata, en esencia, del afecto que
necesitas, de aquél que recibes y el que, en consecuencia proyectas. Así, el ánimo es experiencia
vivida, con sus elementos de entrada, todo aquello que como bagaje te acompaña;
y también elementos de salida, todo cuanto provoca lo que eres y empuja por salir hacia
fuera continuamente.
En definitiva, el
animador es la persona que hace todo por llegar hasta el alma del otro. Alguien con un don muy especial,
con esa mágica y apreciada destreza de llegar hasta los adentros, allí -tan dentro-, donde se encuentran los mismos pliegues del alma, para que
pueda surgir algo en ellos y desde ellos. Claro, el animador siempre como alguien capaz de abrir al alma de las personas y las cosas, de captar su esencia, alcanzar su corazón y provocarlo hasta hacerlo proyectar desde él. Poco más hermoso y
transformador que llegar al alma para, amando su libertad, echarse a un lado y hacer
surgir desde ese yo incandescente e incontenible.
