De la vocación, el carisma y la misión.

      "Te basta mi gracia, porque mi fuerza se manifiesta en la debilidad".
2 Co 12, 9.

Sin proyecto sólido que la sostenga, la persona parece abocada al vaivén caprichoso y locuaz de las circunstancias, al azote casi imperceptible pero envenenado de la apatía vital. Y, con el sabor del beso helado, sin apenas buscarla, aparece la sombra hiriente de la mediocridad. Para entonces, la escala de grises ya se adueña del alma cándida hasta anestesiarla y reducirla a la mínima expresión de aquella vida que soñaba en colores y desprendía mágica ilusión.
Para caer en las seductoras garras de la atonía no hacía falta transitar infranqueables senderos ni surcar los más recónditos mares; para malversarte, sí, para despreciar cuanto puedes ser, bastaba con haber decidido no tener criterio, abrazar con desapasionada fruición el cuerpo desnudo de la desgana y vestir con aparente indiferencia el deshilachado traje de la tristeza.
Hay un salto de calidad en quienes deciden conjugar verbos de voluntad sin más estímulo que el carácter, el amor propio o la querencia innata de los retos, sin mayor interés que prender definitivamente la llama de la vela que apagada decora el salón de tu espíritu. Hay quienes, derribando la muralla del hastío, deciden escarbar dentro de sí con la intención de reconciliarse consigo mismo y encontrar de una vez esa voz que grita en lo hondo, trayendo el eco de los sueños propios, de los horizontes difusos que los infatigables pasos acercan como meta posible.
Hay quienes, conscientes de lo que está en juego, encuentran aquello que quieren ser con la paciente espera del artesano, con la ardiente serenidad de quien lo mejor de sí entrega. Forjar la vocación es amasar el fundamento de la propia vida y necesita, por tanto, el tiempo que el fuego lento requiere para aderezar el mejor de los sabores. Nos adentramos en la vocación entendida entonces como el descubrimiento esencial que descansa en lo más íntimo y pugna por salir y expresarse como lava incontenible. No existe vacilación en el concepto, la vocación como el yo encontrado y predispuesto a ser en plenitud.
Después, sólo después, el carisma, el estallido gozoso y descontrolado del ser, esa expresión singular y genuina que sólo la vocación desprende por su impacto en la persona. El carisma como el verbo arrollador y desbordante que construye sentencias firmes y recrea los contornos del alma intrépida. El carisma es el beso, la caricia, el abrazo, el gesto más humano que trae entrelazado el aroma de la interioridad, en definitiva, la forma del fondo.
Y, finalmente, en consecuencia de todo lo anterior, la misión. La misión como el destino, el surco en la tierra, como el lugar escogido, el escenario en el que la expresión decide ser para transformar; la misión como consecuencia del descubrimiento esencial de la vocación y el mejor espacio posible para derramar la fuerza centrífuga de la experiencia interior que incandescente alumbra y calienta a cuanto alcanza.

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