“No juego para ganar balones de oro,
juego para ser feliz”.
Andrés Iniesta
Recibe
el balón como quien acoge a la dama de sus sueños; porque presiente y prepara
su llegada con exquisita delicadeza, porque lo hace en el mejor espacio posible
y para provocar la mejor situación posible. Recibe el balón y todos intuyen qué
puede hacer una vez lo envuelve, lo esconde y lo muestra para asestar el golpe
necesario, a menudo decisivo, pero no siempre definitivo. Quizá porque
prefiera compartir parte de la gloria y así otros puedan decir que dieron el
golpe definitivo. Y, sin embargo, Andrés Iniesta no deja de sorprender a
propios y extraños; de poner de acuerdo a todos
los especialistas y degustadores del deporte balompédico. Bueno, a todos
menos a los que votan los premios que reconocen al mejor de cada año.
Pero hay algo que puede resultar curioso…
¿Qué pondríamos en el foco mediático de fútbolandia si se encumbrara
al mago de Fuentealbilla (Albacete) como mejor jugador del mundo?
Sencillo. Se corre el peligro de que demasiados millones de niños no reconozcan
al mejor solo por su talento aplicado al juego, algo para lo que Iniesta no
creo que pierda del todo el duelo con los mejores. Se incurría en el error de
valorar elementos como:
1. COMPETENCIA.
Nadie
puede ser reconocido como el mejor en lo suyo si no muestra un talento y una
habilidad sobresalientes, dignas de la atención de quienes aman el juego, su
finalidad y también su estética y su capacidad para generar emociones.
2. HUMILDAD.
Se
puede ser uno de los mejores, estar en uno de los mejores equipos del mundo y,
a pesar de todo, ser un chico normal, que no necesita de la estridencia o una
declaración gruesa para destacar; que no necesita acaparar protagonismo porque
lo que le hace feliz es el juego no el tamaño de EGO.
En
un deporte poblado por atletas, por auténticos portentos físicos, escrutados
por el valor de su fibra y su disciplina posicional, comprobamos cómo un hombre
de tez algo pálida, de escasa estatura y con apariencia endeble, se muestra
capaz de dominar los conceptos de su deporte sin que ningún resultado mute la
confianza y la serenidad que su rostro desprende. Quizá de lo que más disfrute
sea del juego, algo que parece dar resultados.
4. EQUILIBRIO.
Lo
trae precisamente la confianza. Ni la euforia ni el estado depresivo se ha
dibujado en su cara o se han asomado en alguna de sus declaraciones. Gana y
pierde y es capaz de mantener su amor al juego y conceder valor al esfuerzo que
la competición entre los mejores siempre exige con independencia del resultado.
No mide su conducta; es así.
5. GENEROSIDAD.
Mientras
algunas de las estrellas o su abigarrado e interesado entorno buscan atraer el
foco hacia sí, hay quienes, como Andrés Iniesta, tratan de integrar el valor de
su aportación al cómputo del equipo, y conceden toda la importancia al grupo,
sin que por ello este sienta que deba ningún peaje a su capitán. Trabaja por el
espíritu de equipo. Cohesiona, aglutina, centra el ánimo, valora el esfuerzo.
Después
de todo, no parece que la felicidad futbolística de Iniesta pase por el
reconocimiento de un balón de oro. No se trata ya de una necesidad del
protagonista, sino de un acto de justicia con ese fútbol en su dimensión más
completa y profunda, ese fútbol como fenómeno estético y ético. Un acto de
valor para alguien que no lo necesita más que los millones de jóvenes que
endiosan a sus deportistas; para alguien que cuando se ata las botas anuda algo
más que el calzado con el que patea un balón; alguien que se ata con cordones
de algodón la clase, la educación y la dignidad de un deporte maravilloso. Que no le concedan -si no quieren- un balón de oro, pero que no le quiten del pie el balón de cuero.
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