"Nuestra recompensa se encuentra en el esfuerzo, y no en el resultado. Un esfuerzo total es una victoria completa".
Mahatma Gandhi.
Como suele ser ya costumbre, apagué la
alarma unos minutos antes de que sonara, esta vez a las 5:30 horas. Tras un
desayuno generoso agarré la mochila y me dirigí al coche para poner rumbo a
Lucena. Después de unos tres meses y medio de intensa preparación, el maratón de
la Vías Verdes de la Subbética se acercaba entre las últimas sombras de la
noche y una ventisca que arrojaba agua como quien arroja una carga pesada para
por fin respirar. Todo parecía un presagio de la dureza que esperaba.
6:45
horas. Recogida de dorsal en la coqueta plaza de toros lucentina, aún en los
brazos claudicantes de una oscuridad que parecía resistirse a abandonarnos. Y,
después de esperar un rato, al autobús que desplazaba a los participantes del
maratón al punto de salida, Luque. Las nubes bajas y la niebla no se lo ponían
precisamente fácil a la claridad que empezaba a asomarse al día. A lo largo del
trayecto podíamos ver buena parte del trazado que íbamos a recorrer. Concentración,
silencio, y algún comentario que rompía de vez en cuando ese momento casi
sagrado para muchos corredores.
9:00
horas. Salida desde la Plaza de España de Luque. Temperatura buena, algo
fresca, pero agradable para emprender los algo más de 42 km que se nos abrían
entre parajes y vistas hermosas, serpenteando la sierra subbética cordobesa y
teniendo las estaciones de tren de la antigua vía como algo más que meros
puntos de avituallamiento. Las estaciones de Luque, Doña Mencía o Cabra
conservan esa rica esencia de aquellos lugares de estampa costumbrista y nostálgica belleza.
Toda
maratón es exigente, con independencia de su perfil, incluso de la preparación
que lleves. Toda maratón es durísima para quien entrega todo lo que tiene, y
aún no conozco el maratoniano que al cruzar la meta no se haya vaciado hasta
quedarse en la reserva. Sí, vacío; vacío de energía, de fuerza… Vacío fisiológicamente, pero también vacío emocionalmente. Algunas de las inconfesables lágrimas que no
pocos corredores de fondo derraman en los instantes finales lo hacen con el
sereno pudor de quien ha tocado el límite y no se avergüenza de ello; de quien
exprimió todo el zumo hasta romper la cáscara que somos y sentir esa amenaza
punzante que ya horada la carne.
No hay más
secreto en su poder adictivo. Resulta paradójico escribir este artículo un día después de que se haya pulverizado el récord del mundo de maratón. Y es que no se trata de un tiempo, tampoco de una
posición, ni siquiera de un aplauso lleno de reconocimiento a lo largo del
recorrido. De hecho, creo que el maratoniano no tiene más ni menos mérito que
cualquier otra persona que, de una u otra forma, prueba el trago -siempre inclasificable- del esfuerzo
máximo.
Al principio
te sientes ágil y fuerte; todo es rodar y esperar. Pero de pronto llegas al kilómetro
30 y te preguntas “¿Qué hago aquí?, ¿qué
sentido tiene todo este esfuerzo?... Entonces superas el 34 sintiéndote
caer… “Este es el último; tengo bastante”… Los metros se hacen
kilómetros y cuando llegas al 40 es el alma la que te empuja, un despojo de ti,
de tus fuerzas, de tus emociones, tu humanidad desnuda y desvalida, probada y retada; el
vacío, porque ya ni siquiera escuchas tus pensamientos… “Este va por ti…” Se acerca el 42 y oyes cadenas de aplausos en la meta; ahora un frío
distinto a todos te abraza y te empuja en los últimos metros… Ese llanto sereno
y escondido es la primera y más valiosa carga que tu nuevo ser llena en su
palpitante y reconstituyente vacío. A veces me da por pensar que el maratón se parece, y no poco, a la vida...