Si la
educación fuera algo parecido a un proceso de enseñanza-aprendizaje por el que
la persona tomara conciencia de sí misma y de su mundo; si por la educación
llegara a alcanzar el ser humano el amor por el conocimiento; si por la
educación, finalmente, pudiera disponer el individuo de su libertad para su más
legítimo y digno uso. Si la educación sólo fuera descubrimiento y aprendizaje,
si no estuviera estrujada, despojada de su valor y se le encomendara como única
función el desarrollo de la persona, algo cambiaría, y algo comenzaría.
Un estado de
derecho sostenido por una democracia en la que sus diferentes gobiernos
tropiezan una y otra vez en su intento por formular la legislación que ordene
el sistema educativo recae en el mayor de los fracasos posibles. Pero hay y
habrá insostenibilidad en el modelo educativo mientras continúe sin
solucionarse lo decisivo, mientras se siga distrayendo lo fundamental y se
eleve a categoría aquello que tan hábilmente está dispuesto para generar
confrontación y provocar así un clima de crispación que esconda el verdadero
propósito que unos y otros tienen para con la educación, auténtica fábrica
ideológica desprovista de todo sentido y amor por la condición humana.
Mientras el
debate y la discusión focalicen su atención en cuánto afecta a mi territorio la
nueva ley, qué asignaturas contempla, qué lengua vehicular utiliza o cuánta
participación se nos permite tener en las comunidades educativas, lo decisivo
quedará de nuevo anulado, y las consecuencias de alejar el pensamiento de las
aulas, de postrar el conocimiento a los pies de cualquier ideología o de
disolver la posibilidad de dotar al alumno de un mínimo juicio crítico, pesará
sobre las generaciones que vienen.
Ciertos mensajes destilan el inconfundible aroma
de la confusión premeditada, revestidos de titulares gruesos y escasa profundidad
de ideas y planteamientos; delatan el miedo atroz a la posibilidad de una
sociedad consciente, libre, comprometida. De ahí que se abomine de lo principal
a la hora de plantear un sistema y un modelo educativo: el presupuesto
antropológico, esto es, la concepción y la idea de persona a la que responde y
debe servir todo sistema educativo. Parece que a no pocos interesa la reducción
del ser humano, así como un interés desmedido a proveerlo de una identidad
cuanto antes cerrada, sin reparar en su entidad, su esencia ontológica, en todo
aquello que constituye su ser y que, por tanto, debe ser respetado, atendido,
acompañado, educado, liberado.
Y, superada esta
realidad, una segunda cuestión. Dominada por un pragmatismo inmisericorde que
atiende más al beneficio del contexto productico que a la consideración y realización
de la persona, la educación, en brazos de la revolución tecnológica, no
puede despreciar que junto a la necesidad de contribuir a generar personas
capaces tendría que estar la responsabilidad de alumbrar personas conscientes y
libres, comprometidas con su tiempo y abiertas a la trascendencia que otorga
sentido; personas, en definitiva, dispuestas a llenarse y llenar, eslabón digno
de la humanidad que, en pleno y permanente desarrollo, fue, es y será. La
educación, arma de construcción masiva, semilla de libertad, espacio, tiempo, escenario
y expresión de la inquietud permanente del ser humano.