"Si quieres ser sabio aprende a interrogar razonablemente, a escuchar con atención, a responder serenamente y a callar cuando no tengas nada que decir".
Cesó de pronto el ruido y sentí cómo, sin permiso alguno, un frío desconocido invadía mi cuerpo de norte a sur; como si de repente todo parase y entonces una hambrienta soledad devorase las esquinas de mi alma indefensa con la calma de quien se sabe victorioso antes de comenzar la batalla. Y fue justo en ese momento cuando comprendí que la soledad es algo más que silencio y calma, oscuridad e incertidumbre monocorde.
J. K. Lavater
El ritmo fugaz, la incesante prisa, los colores intensos y fuertes, la música estridente sin pausa ni criterio, la velocidad sin sentido como forma de gestionar el espacio y el tiempo que la vida nos concede... Cuando, sin haberlo decidido, algo o todo se para, o la pausa nos sorprende, el desconcierto se apodera de nosotros. Parece como si no supiéramos vivir más allá del propio ruido que nos envuelve y nos neutraliza, que nos arrincona y nos llega a convertir en una mala copia de otros que caen en esa ridícula y desnaturalizada inercia de subirse al tren de los estereotipos ruidosos que nos hemos encargado de elevar a los altares del éxito efímero y destructivo.
Nadie escoge sus inseguridades, tampoco los miedos que le atenazan de cuando en cuando, pero el verdadero riesgo vital consiste en llegar a pensar que hay poco de lo decisivo en nosotros que podamos elegir. No puede ser cierto; de hecho, no es cierto. Se puede tomar la decisión de vivir gestionando el conjunto de emociones que se encuentran en nuestro control –y no precisamente aquéllas que no están en nuestro alcance-, sin que el pánico o las fobias se adueñen de nuestras decisiones. Efectivamente, se puede vivir con optimismo y esperanza sin ser un iluso inconsciente.
Convencidos de que no es posible dominar, domesticar buena parte de nuestras circunstancias, nos queda al menos la opción nada desdeñable de escoger el modo, la forma, la actitud de afrontarlas. Podremos jugar a discutir si en realidad nos enfrentamos a gigantes o a molinos de viento, en todo caso, sean lo que fueren, ni con unos ni con los otros podremos luchar con cierta garantía de resultar finalmente victoriosos. Puede que no nos estemos jugando lo importante en las discusiones más superficiales y cotidianas, aquéllas que más tiempo y energía nos demandan.
A lo peor, corremos el riesgo de enviar, junto con los manuales de historia, al estante perdido de la biblioteca polvorienta de nuestra vida, aquellos valores y virtudes que hicieron grandes a quienes nos precedieron en la historia. Qué hay, por tanto, de la contemplación, de la interioridad, de la sana creencia que sugería que el ser humano se reencuentra y retorna a su esencia en la humildad, la sencillez, el silencio reconstituyente, la serenidad.
Quizá el ruido -buscado o encontrado, qué más da- sea únicamente otro síntoma de la propia torpeza humana, el miedo a escuchar dentro aquello que no deseamos. Quizá sea el temor a zozobrar, a tocar lo íntimo y no calcular las consecuencias de ello. Quién sabe, lo mismo nos sorprendemos y lo que anhela nuestra intimidad no sea ni tan difícil, ni tan complejo, ni tan inalcanzable como pensamos. mientras tanto, ruido, mucho ruido que acalle la voz de dentro.
Por esta razón y alguna otra más, el conocimiento es necesario, no podemos prescindir de él, pero no es suficiente, pues el conocimiento no tiene alma, ni personalidad propia; sólo comienza a adquirir el rostro discreto y paciente de la sabiduría en ese instante en el que lo interiorizas y lo haces vivencia. Sí, sólo entonces te transforma para bien y transforma cuanto te rodea. El conocimiento es un libro; la sabiduría, una luz incandescente que aprovechar y cuidar.