Tristeza. La emoción que suspira.

"La tristeza es un muro entre dos jardines".
Khalil Gibran.
Posee rostro, adquiere un contorno definido y desprende el ánimo que, por la razón que fuere, nos invade durante un tiempo inconcreto. Como sucede con cualquiera de las emociones que generamos, la tristeza es una reacción, una respuesta consciente o inconsciente de nuestro organismo que trata de defenderse, ajustarse, equilibrarse, reivindicarse, elevarse, rebelarse, -por qué no- distanciarse… Nuestra tristeza, esa tristeza que incluso llega sin ser convocada, aparece por una experiencia de pérdida, ante un sentimiento de ausencia.
La vida como continuo intercambio, goteo de experiencias, un incesante juego de percepción que no siempre manejamos ni controlamos del modo en el que creemos hacerlo. No dejamos de experimentar transacciones, y en esa suerte de interacción vivimos, representando la realidad a través de esa deformidad receptiva y creativa con la que se nos abre y nos abrimos al mundo. La vida como constructo poderoso sometido a las reglas con que la intemperie somete a toda criatura; la vida como existencia que reclama sentido y anhela llenarse.
Y de esa humana tendencia, de cada elección que hacemos por las personas y las cosas, de tanto buscar y llenar nuestro ser intrépido, de toda decisión que sedimenta las experiencias hasta convertirlas en creencias, está hecho el ser humano. Precisamente de todo aquello que vamos llenando y que consideramos ya pertenencia personal se nutrirá luego la emoción de la tristeza. En gran medida, estamos hechos de los vínculos que creamos, de los apegos, de adherencias, de afectos entrelazados a la realidad que a ratos vivimos y a ratos nos vive.
Es una emoción humana reconocible y muy extendida. No llamamos a la tristeza, pero un buen día –o malo- viene como brisa melancólica, como eco del vacío que requiere espacio. Y llega para quedarse, buscando el sitio que le pertenece, y el que decidimos que tenga. Ya no se irá, pero podemos concederle el espacio justo, incluso tratando de reconocer su legítima misión, aquélla para la que fue diseñada por nuestro organismo.
La tristeza brota de una sensación de pérdida, de la ausencia de alguien o algo –de nuevo consciente o inconsciente- que llenaba una parte de fundamental de nosotros. A veces se trata de un acontecimiento concreto, localizado aunque inesperado, pero en la mayor parte de las ocasiones en las que nos invade la tristeza, no sabemos de qué se trata exactamente. No damos con la razón hasta que un día, cierto momento, ese instante revelador, alguna visión, un olor que inhalamos, o una sensación que nos recorre, hace que de pronto nos percatemos de la pérdida objetiva, de esa ausencia real que nos conmueve por dentro y a la que nuestro organismo responde de la manera más natural que le es posible, con una emoción.
        Sólo hay una fortaleza capaz de tenernos en pie en medio del sinsentido de algunas experiencias límite, aquélla que nos hace conscientes de nuestra humana fragilidad. E incluso en la tristeza que busca integración y espacio en nosotros salimos a flote; nos resistimos a naufragar. Claro que veces -ni bueno ni malo- el único espacio que la libertad nos concede es la propia conciencia del límite y la fragilidad que ante él nos presentamos. Quién sabe si la búsqueda más determinante que emprende el ser humano es la de un sentido, un propósito. Así se explica que ante la opción libre, igualmente atrevida e inconsistente junto al precipicio, haya personas que prefieran siempre la fe a la nada, siempre la fe.

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